Zúrich, sin necesidad de ser la capital de Suiza (el cargo lo ocupa Berna, por si hay algún lector despistado), puede presumir de muchas cosas. Entre ellas, ser una de las ciudades con mayor calidad de vida del mundo y mejores sueldos, según el ránking anual de Mercer, empresa líder mundial en consultoría. También es la más cara, las cosas como son. Y eso se nota en el precio de los alquileres de los pisos (hasta 28.000 euros cuesta el metro cuadrado), los taxis (la bajada de bandera ya son siete euros más 4,61 euros por kilómetro; en Madrid, 2,40 y 1,05, respectivamente) y hasta una hamburguesa. De acuerdo con elÍndice Big Mac de la revista The Economist, que valora el poder adquisitivo de 56 países, donde más cuesta el producto estrella del McDonald’s es en la urbe suiza: 5,53 euros. En la cola estaría Kiev, con 1,34 euros.
Así es el día a día de la financiera Zúrich y de sus 400.000 habitantes, quienes también disfrutan de un bajísimo índice de criminalidad, un panorama cultural compuesto 50 museos y 100 galerías de arte, medidas eficaces contra la contaminación… No en vano, «más de la mitad de la población no tiene coche porque no le hace falta; aquí nos movemos en tranvía, bus, bici o incluso funicular», explica Asunción Reolón, guía turística madrileña y residente en Zúrich desde hace varias décadas.
Basta salir de Hauptbahnhof, la estación central construida en la segunda mitad del siglo XIX, para darse cuenta de que el automóvil no es una buena opción para moverse por los 12 distritos en los que está dividida la ciudad. De sus 340 kilómetros de calles, 170 están señalizados como carril bici. Además, alquilar una es gratuito (sólo hay que pagar un pequeño depósito) y se puede dejar en el punto habilitado que uno quiera. De ahí que tanto en verano como en invierno sea el medio de transporte más cómodo.
Entre callejuelas medievales
Siguiendo la senda del río Limaat se llega al centro histórico, por un lado, y a la zona alternativa, por el otro (ésta la dejamos para otro reportaje: estad atentos). El casco antiguo es un entramada de callejuelas medievales con encanto, tiendas monas y empinadas colinas que se entrecruzan y a las que se puede subir andando o en funicular. Aquí fue donde los romanos levantaron un castro fortificado hace 2.000 años al que llamaron Turicum, nombre del que derivó el actual de la ciudad.
El lugar exacto fue la colina de Lindenhof, desde donde se divisa todo el casco antiguo, desde el Ayuntamiento (Rathaus), suspendido literalmente sobre el agua, a las casonas medievales que salpican las riberas del Limaat o la Bahnhofstrasse, la principal calle comercial y una de las más caras del mundo, ya que allí se suceden firmas como Louis Vuitton, Prada y compañía. Otro rincón con una buena panorámica de Zúrich es la terraza de la Universidad, a la que se llega con el funicular número 10, el mismo que le gustaba utilizar al escritor alemán Thomas Mann, quien murió en esta ciudad.
Otro personajes famosos que pasaron por aquí: Lenin, que preparó la Revolución en esta misma ciudad y que era asiduo al café Odeon, en Limmatquai. De aires solemnes, suelos de mármol y sillones de cuero, el lugar sigue manteniendo la estética de principios del siglo XX, cuando también solían pasar sus horas aquí la mismísima espía Mata Hari o Albert Einstein, quien vino a Zúrich para estudiar Física en la Escuela Politécnica Federal (de la que han salido 21 premios Nobel, entre ellos el alemán). Sus nombres están estampados en un espejo en la pared, al lado de la barra semicircular.
De Einstein a Lenin y Mata Hari
Ya puestos, también hay que entrar en la espectacular biblioteca de la Facultad de Derecho, diseñada por el español Santiago Calatrava. Una vez de vuelta a la parte baja del casco antiguo, no está de más hacer un alto en el camino para catar chocolate, que por algo estamos (aquí va otro récord) en el país que más lo consume del mundo, unos 12 kilos por habitante al año. Apunte estas direcciones para probarlo: la preciosa confitería Sprüngli o Schwarzenbach, una tienda de ultramarinos abierta en 1864. «También elaboramos café, té y pastas artesanales y vendemos especias de medio mundo», señala una de las dependientas, Sara Jordi, quien también muestra otras delicatessen como un bote de sal de Ibiza. Justo enfrente está el mítico Café Voltaire, donde se reunían los dadaístas durante la I Guerra Mundial y que hoy organiza exposiciones, perfomances y eventos alternativos.
Después, puedes dirigirte a la Fraumünster para admirar las vidrieras que creó el artista Marc Chagall para sus ventanales en 1970, cuando ya tenía 83 años. También merece la pena asistir a un concierto de jazz dentro de la iglesia de San Pedro, la más antigua de la ciudad. Una última recomendación: dormir (o por lo menos echar un vistazo) en la única habitación de «una obra de arte habitable» en palabras de su dueño, Michel Péclard, quien pidió al artista Max Zuber que soltara su creatividad en ella. La peculiaridad del alojamiento no acaba ahí: «La única forma de pagar es a través de una subasta; así se elige a los huéspedes», añade Péclard. Buen colofón para despedir a la ciudad suiza.
Fuente: Elmundo.es (19/11/18) Pixabay.com