El objetivo del reportaje es aparentemente sencillo: seguirle la pista a un tomate, un kiwi y una naranja, desde que son recogidos en el campo hasta que, con su etiqueta de origen, se venden en una tienda o en el lineal de un supermercado. También se trata de consignar el encarecimiento progresivo del producto en tiempos de inflación, según va pasando de mano en mano hasta la mano final del que lo compra para llevárselo a su mesa. Todo aparentemente sencillo. Solo aparentemente. Porque la vida del tomate es complicada.
Y polémica: una pregunta repetida desde que comenzó la escalada de precios es quién se ha beneficiado de ello, si es que alguien se ha beneficiado. La respuesta ha dividido a los socios de Gobierno. Unidas Podemos ha acusado a los supermercados de estar enriqueciéndose gracias a la inflación; los ministros socialistas de Agricultura, Hacienda y Economía han replicado que el problema se reduce a un asunto de costes y de oferta.
Mientras, Juan Acosta, conocido en la comarca de Mazarrón como Juan Pinilla, se encamina a su finca. Tiene 62 años y lleva toda la vida cultivando, recogiendo, almacenando, vendiendo y revendiendo tomates. Hace unos años llegó a tener 60 hectáreas de varios cultivos que producían durante todo el año 20 millones de kilos de tomates sandías y lechugas, entre otros, y a gestionar un almacén donde ordenarlos por tamaños (por calibres, dicen los entendidos) y empaquetarlos para su venta directa a Carrefour, Ahorramás o Eroski. Pero todo eso se esfumó en 2009, con la crisis. Juan se arruinó, cerró el almacén (ahora está vacío, a un paso de la playa) y vendió buena parte de sus tierras.
En uno de los invernaderos de malla que aún mantiene se encuentra el tomate de nuestra historia. Es de ensalada, grande. Los empleados de Pinilla lo acaban de recoger. Esto también parece sencillo, pero no lo es. Hay días que recogen 1.000 kilos. Otros, 4.000. Existen muchos imponderables: la lluvia, la falta de lluvia, el calor, el frío, el cambio climático que lo trastorna todo, las plagas… Entre las adversidades de última hora, Pinilla y los otros agricultores de la región deben hacer frente desde hace varios años a un extraño virus, conocido como Virus del Rugoso, al que combaten a base de medidas higiénicas (limpieza de manos, cambio de ropas, alfombrillas a la entrada de las plantaciones), parecidas a las de los tiempos del coronavirus.
Nuestro tomate, una vez recogido y metido burdamente en cajas, tomará uno de estos dos caminos: se subasta al mejor postor en la alhóndiga de Mazarrón o se envía a un almacén de empaquetado como el que, en los buenos tiempos, regentaba Pinilla. En el primer caso, un corredor, por orden de un puesto de Mercamadrid o Mercabarna, pujará por los kilos requeridos. Estos kilos serán revendidos a su vez, ya en Madrid o en Barcelona, a una frutería de barrio. En el segundo caso, el almacén de empaquetado de Murcia compra la mercancía a Pinilla y la revende —convenientemente etiquetados los tomates y metidos en mallas o en cajas de cartón— a una cadena de supermercados. Pinilla elegirá una vía u otra dependiendo del precio que le paguen. A veces le convendrá el camino A, a veces el B.
Por lo general, los precios de los almacenes se apalabran semanas antes y se mueven menos. En la subasta se cierran al día y son más volátiles, a veces reflejando la tendencia al alza o a la baja de la alhóndiga de Almería, que abre y cierra antes: un poco como cuando los brokers de Europa y Nueva York miran de reojo a la Bolsa de Tokio para ver por dónde sopla el mercado. De cualquier forma, el precio de venta del tomate de Pinilla —tanto en una vía como en otra— siempre oscila entre 0,50 y 0,80 euros por kilo, de los cuales, el beneficio neto para el agricultor está en torno a 0,10-0,20 euros por kilo, ya que hay que descontar el coste de la mano de obra de los recolectores, del agua (cada vez más cara y un auténtico problema en Murcia) y de los fertilizantes, entre otras cosas. En resumen: nuestro tomate murciano se encontrará con unos intermediarios si se encamina hacia una cadena de supermercados y se topará con otros diferentes si su destino final es una frutería de barrio.
La aventura del kiwi
Mucho más al norte y al oeste, en el Concello de Lousame, en A Coruña, un agricultor con una plantación pequeña de kiwis, José Pérez Somoza, aguarda a que uno de estos días la cooperativa de la que forma parte le informe del precio de los aproximadamente 2.500 kilos que recogió en otoño. Entonces, un fin de semana de noviembre, Somoza, ayudado por su esposa, sus hijos y algún otro familiar, recolectó la fruta de su pequeña finca. Metió los kiwis en cajas según salían del árbol y se los entregó a su cooperativa, Kiwi Atlántico, radicada en Ribadumia (Pontevedra), que gestiona cerca de 10 millones de kilos de esta fruta al año, el 40% de todos los kiwis españoles que se venden en España. No es casual: Galicia, por su clima, se adecúa perfectamente a la producción de este producto, originario de China y Nueva Zelanda.
La cooperativa, tras recoger los kiwis, los analiza (literalmente uno por uno, ya que posee una especie de escáner que examina cada fruto a fin de calibrarlo y descubrir sus taras), los clasifica, los almacena y los conserva a cero grados en unas naves gigantescas, del tamaño de pistas de pádel. El kiwi permite este trato sin perder sus propiedades. De este modo, el gerente de la cooperativa dispone de casi ocho meses para vender la fruta y negociar directamente mientras tanto con mercados centrales y grandes superficies. El precio de salida de la cooperativa variará a lo largo de los meses, dependiendo de la oferta y de la demanda. Cuando termina la temporada, en junio, se hacen cuentas y se reparte lo obtenido entre los socios de la cooperativa tras descontar gastos. El año pasado, a Pérez Somoza, la cooperativa le pagó —como a todos— 1 euro por el kilo de kiwis de tamaño medio (calibre 30), más un suplemento de 20 céntimos por ser un fruto ecológico. Este año el agricultor confía en que sea más o menos lo mismo. Un lote de kiwis no ecológicos, de esta cooperativa de este tamaño envasados el 9 de mayo se vendían en el supermercado de Mercadona de Noia a 2,88 euros el kilo. El precio, evidentemente, puede fluctuar y encarecerse dependiendo de la época y el lugar: esta semana se vendía el kilo de kiwi en un supermercado del centro de Madrid, de otra enseña distinta, a casi 4 euros el kilo.
Las naranjas de Castellón
En la comarca de la Plana Baixa, en Castellón, a finales de mayo se recolectan las últimas naranjas de la temporada, denominadas Valencia-Late, que se venden especialmente para zumo. La cosecha este año, en general, ha sido menor que la del año pasado, según cuenta Carles Peris, productor de cítricos de la zona y secretario general del sindicato agrario Unió Llauradora i Ramadera. Hace unos años que la recolección desciende siempre, temporada tras temporada. “El tiempo que hace nunca es el que toca”, dice Peris, en referencia al cambio climático. Peris trabaja para una cooperativa de la comarca, Cocalmi. Hay una diferencia con la de los kiwis: la naranja no puede conservarse tanto tiempo en cámara. En el mejor de los casos, un mes, pero hay variedades que tienen que servirse en 48 horas. Con lo que el tiempo del que disponen los agricultores para vendérselo a los supermercados —y el de los supermercados para vendérselos al consumidor— es mucho más limitado.
El agricultor y sindicalista tiene en la cabeza el coste de cada naranja: un kilo de calibre pequeño, para zumo, cuesta producirlo0,25 euros; recolectarlo, aproximadamente, 0,08 euros. El transporte a la cooperativa se lleva otros 0,03 y el empaquetado, otros 0,04. Es decir: esta naranja cuesta ponerla en dirección a un supermercado 0,40. El gerente de la cooperativa, Pascual Beltrán, no negocia directamente con las cadenas de supermercados, sino con distribuidoras que actúan de intermediarios: “Un gran supermercado solo quiere un interlocutor, no cincuenta”. El precio puede oscilar dependiendo de la oferta y la demanda, de los contratos adquiridos, de las mil variables que influyen en el campo. Pero Peris calcula que el beneficio para el agricultor por un kilo de naranjas de calibre pequeño para zumo no pasa de 0,18 euros el kilo. En resumen: la naranja la adquiere, aproximadamente, el distribuidor a 0,58 euros el kilo. Una bolsa de 4 kilos de este tipo de naranjas se vendía la semana pasada en un Carrefour del centro de Madrid por 5 euros. Es decir: a 1,25 euros el kilo.
Habíamos dejado al tomate murciano de ensalada de Juan Pinilla ante la gran decisión de su vida: ir por la vía de Mercamadrid o Mercabarna o por la de las grandes superficies. Tendrá que hacerlo rápido, pues tiene una semana o como mucho 10 días de vida. Si elige los mercados centrales habrá más manos por las que pasar (agricultor, subasta, corredor de la subasta, propietario del puesto de mercado central, frutero, consumidor). Si opta por las grandes superficies, saltará del agricultor al almacén-empaquetadora y al supermercado. Y eso afectará a los precios. A veces al alza y a veces a la baja. Pero en los dos casos, el tomate saldrá de Murcia con un precio de aproximadamente un euro el kilo, del que el agricultor, con suerte, se llevará sus 0,10 euros de beneficio. Esos mismos tomates, u otros parecidos, en Madrid, se pueden encontrar ahora a un precio que oscila entre los 2,5 euros y los 3 euros el kilo.
Felipe Medina, secretario general técnico de Asedas (una de las principales asociaciones de supermercados, que agrupa a Mercadona, Lidl y Dia, entre otras empresas), recuerda que “cada producto es un mundo y cada época del año otro”. También apunta que los precios en origen se han encarecido por la inflación, un fenómeno que revoluciona y tensiona todos los eslabones de la cadena. En abril, el IPC de los alimentos se moderó hasta el 12,9%, 3,9 puntos menos que en marzo y la mayor caída de la serie histórica, lo que alienta la idea de que los precios tienden a tocar techo. Sin embargo, el conjunto de la cesta de la compra sigue en general con precios en máximos.
Medina recuerda los gastos que afrontan los supermercados: el transporte hasta la plataforma logística (una por cada gran ciudad), desde donde se distribuyen los productos a las tiendas, las mermas, el personal necesario en estas plataformas, el transporte a los supermercados, el gasto del personal en las tiendas y el coste del suelo de estos establecimientos, muchos instalados en el centro de las ciudades. “Al final, la competencia feroz entre determinados supermercados y entre tiendas garantiza que el precio sea el más bajo posible. Se vende muchísimo, a muy poco margen. Juan Roig, de Mercadona, ya lo dijo cuando explicó el balance del año pasado: de cada euro que vende solo dos céntimos y medio son beneficios”. Ese día Roig anunció unas ganancias de 718 millones de euros. El representante de los grandes supermercados añade: “Los agricultores tienen contratos apalabrados con sus compradores; los únicos que no tienen ningún tipo de contrato con los que nos van a comprar somos nosotros. El consumidor puede entrar en el supermercado o no”.
Aunque a veces todo se tuerce en una jornada: el jueves 25 de mayo, el mismo día en que Juan Pinilla acudía a la alhóndiga de Mazarrón con sus tomates, una tormenta apocalíptica se desató en la cercana comarca de Molina de Segura, en Murcia. La cosecha casi entera de limones, paraguayas y nectarinas de la zona se perdió en un cuarto de hora, relata el agricultor y secretario de organización del sindicato agrario COAG, el murciano Paco Gil. “Mercadona siempre gana al final”, concluye Carles Peris. “Nosotros no”.
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