En España se cuentan más de 5,4 millones de extranjeros: el 11,6% de la población. Entre ellos, hay más 400.000 que se encuentran en situación irregular, según un estudio de la Fundación por Causa y la Universidad Carlos III de Madrid, una cifra lógicamente difícil de contrastar. Todos juntos constituyen un enorme colectivo de trabajadores, visibles e invisibles, sobre el que se sostienen sectores clave de la economía española como la agricultura, la hostelería o la construcción. También sustentan buena parte de la sanidad y los cuidados. Y de la Seguridad Social: suman 2,3 millones de contribuyentes, seis de cada 10 originarios de países fuera de la Unión Europea. Sin ellos, España sencillamente no funcionaría. Para intentar reflejar su enorme peso en la economía y en la sociedad del país, se ha imaginado un día sin inmigrantes. El resultado es algo parecido a lo que sigue:
4.00
Mercamadrid no sabe qué hacer con la fruta
La inmensa mayoría de los hombres que apilan, cargan, catalogan y ordenan las 6.000 toneladas de frutas y verduras que se mueven diariamente a Mercamadrid son inmigrantes. No hay datos precisos. Pero basta pasear por aquí cuando este mercado es una factoría trepidante lleno de carros, camionetas y palés para comprobarlo. Freddy, de 23 años, ecuatoriano, es uno de ellos. Tiene contrato de trabajo, lleva toda la vida en España y cobra 1.500 euros, pagas extras incluidas, por apilar fruta desde las doce a las ocho o nueve de la mañana. Abdessamad Akka, de 21 años, es otro. Trabaja de escribiente en el puesto Missiwa, apuntando todo lo que entra, todo lo que sale, todo lo que se cobra y todo lo que se paga. También por 1.500 euros al mes. Cerca, los dueños de otro puesto, especializado en frutas exóticas, son ecuatorianos. Jeff Endara, de 47 años, llegado a España hace 22 años empezó desde abajo, pero ahora viaja a Arabia Saudí a publicitar el melocotón murciano y conseguir introducirlo ahí. El ejemplo de Endara es escaso: la mayoría de los inmigrantes son cargadores, apiladores, los que conducen una montaña inestable de sandías en un carromato automatizado. Todos ellos tienen contratos en regla. Pero, según cuentan algunos trabajadores, algunos de los ayudantes que acompañan a los fruteros con tienda en Madrid para cargar las cajas y llevarlas en furgonetas no tienen papeles. Entre todos, hacen marchar este macromercado, la verdadera despensa de Madrid. Si un día no vinieran a trabajar, todo el centro de España se quedaría sin fruta.
9.00
Barcelona sin taxis
En ese hipotético día sin inmigrantes, Barcelona amanecería casi sin taxis. Eso asegura Mirza Salman, el cónsul de Pakistán en la ciudad. Actualmente, hay empadronados en Cataluña alrededor de 50.000 paquistaníes. Además se cuentan 80.000 sin papeles. Marc Serra, concejal de derechos de la ciudadanía en el Ayuntamiento de Barcelona, añade: “Tampoco habría bares, ni restaurantes. Y todo estaría más sucio, porque para la limpieza de Barcelona, dentro y fuera de la vía pública, se suele contratar a migrantes”.
11.00
La construcción se para
En algunas comunidades como Navarra, un tercio de los trabajadores dedicados a la construcción son extranjeros. En Madrid llegan al 16%. En nuestro día sin inmigrantes, el sector se derrumbaría de norte al sur. Desde la mayor obra civil que se lleva ahora a cabo en la capital, la construcción del hospital Doce de Octubre, a los bloques de pisos en barrios de la periferia o a las pequeñas reformas de interiores o de tiendas. El sector vuelve a ser pujante, pero faltan trabajadores. El Informe sobre el estado de la mano de obra, realizado por la Confederación Nacional de la Construcción (CNC) entre casi medio millar de compañías asociadas, presentado en abril de 2022, constata que es difícil encontrar encargados de obra, capataces, albañiles, encofradores, carpinteros, instaladores de fachadas técnicas, u operadores de grúas y montacargas, entre otras labores.
Fuera de las estadísticas se encuentra Pascal Titgoum, un camerunés de 35 años, que aún tiene en los dedos las marcas que le dejaron las concertinas de la valla de Melilla cuando la saltó en 2014. Jamás ha tenido papeles. Ha hecho cursos de cocina, jardinería (“es lo que mejor sé hacer”) y de carnicería. Pero donde más ha trabajado, siempre clandestinamente, es en la construcción. Hubo una época en la que acudía a la Plaza Elíptica, en Madrid, donde los capataces buscan manos para soldar, alicatar o asfaltar en obras de todo Madrid. Es una suerte de mercado persa donde el inmigrante en situación irregular se ofrece casi a lo que sea y cobra menos. Si cobra. “Me pagaban 30 euros la jornada, me recogían a las 8.00 y me soltaban a las 19.00″, explica. “Pero ya trabajé con tres personas que no me pagaron. Hace mucho que ya no voy, los precios son muy bajos”.
13.00
El pueblo sin niños
En Chalamera, un pueblo de Huesca de 100 habitantes, Santiago Villas, de 29 años, el alcalde (PSOE) puso en marcha un plan de choque para salvar la escuela (y con ella el pueblo). El curso escolar 2020-2021 terminó con un único alumno, un niño marroquí. O llegaban niños, o el futuro de Chalamera se oscurecía. Villas acabó atrayendo a dos familias, una rumana y otra marroquí, que trajeron cinco nuevos niños al pueblo. Los inmigrantes, el 30% de la población, no solo insuflan vida a la escuela. La piscina del pueblo, el alma de los veranos en el interior, la regentará una colombiana. Las de los pueblos cercanos, todos rodeados de cultivos de melocotoneros o cerezos, también están manos de extranjeros. Óscar Moret, agricultor y alcalde de Almudafar una pedanía de 55 años del Valle del bajo Cinca: “En mi pueblo si le quitas el 30% de extranjeros y el 30% de gente mayor, te quedas en nada.
13.00
Carlos sigue en la cama: no hay quién le levante
A las ocho menos cuarto de la mañana, Delmi Galeano, de El Salvador, de 42 años, entra como un torbellino en el piso de Carlos Urquía y Paz Sevilla, de 65 y 63 años, respectivamente, un matrimonio de clase media de Madrid. Delmi se coloca una faja para no dañarse la columna con el peso, hace café, charla, cuenta, bromea y se prepara. Después, entre las dos mujeres, levantan de la cama a Carlos, tetrapléjico desde hace meses, y lo llevan al cuarto de baño. Después lo lavan y lo visten. Sin perder tiempo, sin parar ni un minuto, porque a las 10 tienen que estar en el coche para llegar a la hora a la clínica de rehabilitación, Delmi mete la silla de Carlos en el coche adaptado, después se sube ella y conduce por la M-30. Sigue bromeando para que Carlos no se duerma. Cobra el salario mínimo. 1.000 euros. Entra a las ocho y sale a las tres de la tarde.
Llegan a la hora a la clínica. Allí, mientras una fisioterapeuta atiende a Carlos, Delmi dispone de una hora y media libre. A veces se echa una siesta en el coche, a veces aprovecha para comprar a Paz alguna cosa o hacerle algún recado. A veces dibuja en un cuaderno unas princesas indias preciosas. A veces se sienta a tomar un café y a pensar en sus hijos (de 20 y 15 años), a los que dejó en Salvador en 2012, a los que no ha visto crecer y con los que no sabe si volverá a convivir alguna vez. Le entran ganas de llorar si calcula lo que dejó y lo que obtuvo, si hace balance de pérdidas y ganancias. Su familia ha prosperado, gracias al sueldo que ella envía cada mes. Pero renunció para siempre a su trabajo de abogada a fin de ponerse a limpiar y a cuidar de personas. “La vida, si la dejas, se ríe de ti”, cuenta. Pero no hay tiempo para mucha melancolía, porque hay que recoger a Carlos, montarlo en la silla, subirlo al coche, conducirlo hasta casa, hablar con él, ayudarle con la rehabilitación o, a veces, tratar simplemente de que no se venga abajo. Ella, que hace un rato lloraba. Los dos, el tetrapléjico y la inmigrante, se entienden, muchas veces sin hablar, porque los dos saben lo que es perder. Paz, la mujer, los ve regresar, se sienta en la cocina y responde a la pregunta del reportaje: “¿Si no hubiera inmigrantes? No sé. Yo sé que si Delmi no viniera, España no se pararía, pero mi marido, simplemente, se moriría. A los cinco días se tendría que quedar en la cama porque yo solo no podría levantarlo. Y se moriría a los pocos meses, porque yo no podría evitar que la enfermedad hiciera mella en él. Así de simple”.
El sector de los cuidados es el que más depende de los extranjeros. Dentro de los sistemas especiales del hogar, representan el 43,52% de los trabajadores. 164.848 personas, la mayoría mujeres ocupándose de personas dependientes, niños y tareas de limpieza. Este número no cuenta a las trabajadoras en situación irregular que encuentran en la privacidad de las casas un empleo por horas o como internas, en ocasiones precario y abusivo.
14.00
Nadie come en La Toscana
La búsqueda del extranjero es una suerte de gincana en Benidorm y los empresarios se rifan a cualquiera que quiera trabajar. En la Comunidad Valenciana la hostelería concentra el mayor porcentaje de extranjeros, un 16,37%. Pasa también en Asturias, Cantabria, Castilla y León o Galicia. En Canarias alcanza el 40%.
En la pizzería La Toscana, muy cerquita de la playa del Levante, Israel Blasco, el dueño, de 48 años, imagina lo que pasaría si los inmigrantes se declararan en huelga. El establecimiento se pone en marcha a las 10 de la mañana. Ana y Judith, las auxiliares de cocina, son de Ucrania y Colombia, respectivamente. Mohamed, Ali y Kambra, los paquistaníes son los cocineros. Sin ellos, la pasta y la masa de las pizzas se quedaría sin hacer. Tampoco la salsa de rabo de toro estará en el menú, ni ninguna de las otras especialidades. “La elaboración de nuestros platos es un 99% casera, así que yo no podría abrir. Esto es un barco y todos son necesarios”. Y añade: “Hace una semana pusimos un anuncio para otro restaurante que tenemos. Lo puse a las 12.00 y a las 16.00 tenía más de 35 respuestas. Todas de inmigrantes sin papeles. A las 17.00 teníamos casi 80 respuestas y había gente que nos mandaba su pasaporte desde Marruecos para que les contratásemos”.
16.00
La sala de espera del centro de salud es un caos
Hasta 70 pacientes pueden pasar en una mañana por el centro de salud de Navalmoral de la Mata, en Cáceres, pero hoy no hay médicos. La sala de espera es un caos. El coordinador del centro, el médico venezolano José Alejandro Pinto no vino a trabajar. Tampoco otros cuatro compatriotas, ni la doctora boliviana ni los dos médicos argentinos que pasan consulta en ese centro de salud. “No es solo aquí, en todos los pueblos aledaños no habría atención sin los médicos extranjeros”, mantiene Pinto. El médico lamenta el “deterioro progresivo” del servicio por la falta de profesionales. “Los servicios han colapsado por la precariedad de las contrataciones, los sueldos aquí no son tan atractivos y los españoles no los han aceptado”.
18.00
El campo se vacía
El porcentaje de inmigrantes trabajando en el campo llega al 23%. En algunas regiones, esta cifra aún es más elevada. Uno de estos lugares es El Ejido y sus alrededores, marcado por los horizontes de plástico de los invernaderos. El 70% de los que los trabajan ahí son extranjeros, la mayoría procedentes de Marruecos, Rumanía y Senegal, según datos del Observatorio Argos del Servicio Andaluz de Empleo. Es decir: los invernaderos, en un hipotético día sin inmigrantes, se quedarían casi vacíos. María Luisa González, secretaria de Inmigración de Comisiones Obreras, afirma que los invernaderos dan empleo a entre 25.000 y 30.000 personas en situación administrativa irregular. “Son un pilar esencial, pero no están valorados de esa manera”, afirma González, que explica que al carecer de documentación que les permita trabajar en España realizan “jornadas interminables” de lunes a sábado o incluso domingos y festivos a cambio de un salario “menor del mínimo interprofesional”.
800 kilómetros al norte, Daura Sanagares, un maliense de 42 años se encarga de que sus compatriotas recojan la nectarina de los árboles alineados en Zaidín (Huesca). Sanagares lleva media vida en España y le gusta el campo, aunque aspira a volver: instalarse en Costa de Marfil, donde nació, comprarse un tractor y montar una granja. No se atreve a calcular cuándo será eso. El capataz llegó a Fuerteventura en una patera en 2003. Tuvo suerte, porque menos de dos años después el Gobierno socialista de Zapatero impulsó una regularización masiva a la que aspiraron casi 700.000 personas y consiguió sus papeles. Ahora, 19 años después, espera su pasaporte español.
22.00
Los barcos, amarrados. No hay pescadores
Un tercio de los marineros de la provincia de Lugo proceden de fuera de España. “Así que si tuviéramos que imaginarnos la foto de nuestros puertos si un día faltasen los extranjeros, veríamos una gran parte de la flota amarrada por falta de personal, sobre todo la de altura”, describe Sergio López, gerente de la Organización de Productores Pesqueros de Burela, el mayor de los puertos de la provincia. Los patrones y los jefes de máquinas siguen siendo españoles. “Pero en un pesquero de 15 o 13 hombres, más de 10 pueden ser de fuera. Antiguamente, caboverdianos y hoy, sobre todo, indonesios”, añade López. Los gallegos eligieron quedarse en tierra, trabajando en la industria, y los caboverdianos le sustituyeron en el caladero del Gran Sol en barcos lucenses. Trajeron a sus familias y su portugués natal les ayudó a asentarse. Hoy, sus hijos, han preferido seguir otros rumbos laborales, a imitación de los españoles. Así que los pescadores, en su mayoría ya no son caboverdianos. Los han sustituido los indonesios.
3.00
Vuelta a Mercamadrid
Puede que algunos de los pescados capturados por los pescadores indonesios afincados en Lugo acaben en un puesto de Mercamadrid regentado por un personaje peculiar: Leonardo Valencia, de 42 años, de origen ecuatoriano. No es normal que un puesto de estas características acabe en manos de un inmigrante, pero Leonardo no es un tipo cualquiera: llegó hace 22 años, sin nada, y, debido a su pasado de pescador, se introdujo en el sector. Hizo de todo en Mercamadrid. Durante meses durmió en un descansillo de una escalera porque, sin coche, el último autobús le dejaba tres horas antes de empezar el turno de noche. Ahora emplea a 20 inmigrantes de sus 25 trabajadores. Él se levanta a la una y media de la madrugada y no regresa a casa hasta las cuatro de la tarde. Su puesto se llama Laukay, que en quechua significa trabajo.
Fuente: elpais.com (13/8/22) pixabay.com