Hace unas semanas, el periodista Charlie Warzel se encontró con una situación que le dejó picueto. La impresora que había comprado apenas dos años antes había dejado de funcionar. El fabricante HP había decidido bloquearla remotamente. No había intentado hackearla ni utilizar recambios de otra compañía. La razón para dejar la máquina fuera de juego no era otra que la tarjeta de crédito que tenía asociada a su cuenta había caducado. Se encontró, de la noche a la mañana, sin poder utilizar un aparato por el que había pagado 200 dólares, sin apenas usar y sin poder imprimir la etiqueta que necesitaba a pesar de tener decenas de cartuchos almacenados. Unos cartuchos que recibía regularmente porque estaba dado de alta en Instant Ink, una tarifa plana que ofrece la compañía. El problema, tal y como contaba en un artículo en The Atlantic, es que, al contrario de lo que indica el nombre del servicio, no «era una suscripción a la tinta sino a la posibilidad de imprimir». Estaba pagando 5,99 dólares al mes por la posibilidad de imprimir 100 hojas. E indiferentemente si lo haces o no, la cuota se carga y los cartuchos se te envían para que los sigas almacenando, aunque se queden fuera de juego cuando te das de baja.
El de Warzel no es un caso único. En foros como Reddit hay hilos repletos de mensajes de usuarios cabreados atizando a este fabricante por motivos similares. Incluso en California se ha articulado una demanda colectiva en la que se afirma que este servicio incluye «algunas trampas» para hacer que los usuarios piquen. Ante su indignación, el periodista no dudaba en señalar el verdadero problema de este episodio. No es la vigilancia o los esfuerzos para que se acabe gastando dinero en los repuestos originales. «Se trata de la forma en que los consumidores estamos perdiendo el control sobre las cosas por las que ya hemos pagado». En el fondo, todo esto no es más que otra cara de un debate que aparece recurrentemente a través del conocido como derecho a reparar que la UE anda intentando fomentar y hacer que sea una posibilidad real por parte de los fabricantes, que no siempre hacen todo lo posible.
Mucho más que impresoras
No es la primera vez que las impresoras están en el ojo del huracán por algo así. Pero no son, ni mucho menos, los únicos electrodomésticos ni los únicos productos que apuestan por intentar colar una suscripción al comprador después de haberse dejado cientos de euros en un aparato. «Lo de la Thermomix me da algo de rabia la verdad», comenta Marta, vecina del madrileño barrio de Embajadores, propietaria del popular robot de cocina. «Te gastas mil y pico euros largos para tenerla y a los seis meses tienes que andar pagando por la aplicación, que es la única manera de cargar, modificar y automatizar directamente las recetas en la máquina, porque solo incluye un periodo de prueba gratuita». Esta joven se refiere a Cookiedoo, la app oficial del fabricante, por la que paga 48 euros al año. «A ver te ofrece más funcionalidades, como la elaboración automática de la lista de la compra. Pero si lo piensas para aprovechar al cien por cien el aparato tienes que pasar por caja».
Peloton, ese Netflix del fitness que subió como la espuma gracias a la pandemia y se despeñó casi al mismo ritmo con la vuelta a la normalidad, pedía gastar 2.200 euros en una bici estática de lujo pensada para utilizar con una serie de cursos, clases y sesiones exclusivas producidos por la misma empresa, que pedía casi 40 euros mensuales por acceder a este contenido. Fitbit, la marca de pulseras y relojes inteligentes deportivos, vende sus dispositivos como una manera perfecta de controlar tu salud y tu sueño, pero para poder acceder a las métricas avanzadas de descanso hay que inscribirse a partir del sexto mes a Fitbit Premium, un plan que incluye esta y otras funciones por 8,99 euros al mes.
Google presentó en 2021 un altavoz Nest con pantalla cuya principal novedad era monitorizar nuestro sueño desde la mesilla, sin ningún tipo de contacto. El aparato cuesta 99,99 euros y, a pesar de ser uno de los grandes reclamos con los que promociona esto, esta herramienta no será gratuita siempre. A partir de 2024, habrá que pagar por usarla y acceder a los informes. El giro definitivo de este negocio parece la propuesta de algunas de startups que pretenden que pagues una suscripción, no solo para aprovechar al máximo las funciones del aparato, sino para que funcione y logre su objetivo.
«Creo que desde el punto de vista de la compañía, es un modelo que puede ser interesante, porque pasas de un modelo de ingresos simplemente basado en la venta del hardware, de un producto concreto, a un ingreso recurrente«, explica Oriol Juncosa, inversor y socio fundador de Encomenda VC.
Una tabla de cocina de 800 dólares
Este catalán, además, apunta que negocios como el de los dispositivos electrónicos están madurando y los ciclos de renovación son más largos y dilatados en el tiempo, por tanto la oportunidad de la venta del aparato también se retrasa. «A mí particularmente me recuerda a lo que pasaba con los teléfonos y las operadoras. Si yo tenía la sensación que se me estaba subvencionado el hardware por estar con determinada suscripción o tarifa, pues lo aceptaba. El problema es cuando no se percibe ese valor», añade Juncosa, que avisa que muchas veces «los que tienen el mejor hardware no tienen por qué tener la mejor oferta de software» y forzar esas relaciones puede generar roces e incomodidad en los usuarios.
En el pasado CES de Las Vegas pudimos ver la propuesta de BLOK, una compañía holandesa que había inventado el Ferrari de las tablas de cocina. Se trata de un accesorio hecho a base de maderas nobles y que incluye una pantalla en su parte superior. El invento cuesta 800 dólares. Es difícil imaginarse cuántas personas están realmente dispuestas a gastar ese dineral por algo así. Y más difícil resulta imaginarse cuando los únicos videos que se pueden consumir en el dispositivo son los cursos de cocina hechos por la propia empresa, que tienen un coste de 39 dólares al mes.
«Es una realidad cotidiana, el usuario ya tiene detrás de la oreja que muchas veces hay gato encerrado en este tipo de productos y membresías», explica Juan Carlos Alcaide, experto en experiencia de cliente y profesor en ESIC, quien asegura que el ejemplo de la impresora es bastante ilustrativo. «Cada vez que compras un cartucho en internet barato, empiezan a aparecer avisos, la máquina se bloquea, piensas que la vas a romper y te entran ganas de tirar lo que acabas de comprar e ir a los originales o contratar una tarifa plana del fabricante», argumenta el también autor del libro Customer Experience.
Alcaide dice que estas prácticas no son nuevas ni se circunscriben al sector tecnológico, sino que se lleva haciendo desde hace años en otros negocios. «Es lo que se llama servitización, se trata en agregar una capa de servicio al producto, al que se ha accedido bien por compra o bien de otras formas como financiación a cuotas, a un precio preferente a cambio de una suscripción», explica mientras que señala que es típico en industrias como la farmacéutica, donde a los prescriptores se les hace partícipes de clubes de formación y otros grupos cuando acceden a trabajar con su género.
En el caso de la electrónica, este experto afirma que habitualmente estas situaciones pueden pasar por alto porque el consumidor ya se ha acostumbrado a transacciones mercantiles dobles. «Te has acostumbrado a pagar dos veces. Una vez por el teléfono y otra vez por tus datos«, dice el docente. «El problema es que hay que hacer un marketing muy sofisticado. En el caso de la tabla, no hay que venderla como algo que no se puede usar como un iPad porque no es un iPad. Hay que transmitirle el valor añadido de la suscripción, del contenido y darle valor. Si no se hace, es probable que la servitización corra el riesgo de convertirse en la sensación de que estamos cautivos por parte del fabricante».
Android e iOS: ¿jaulas doradas?
Esta discusión sobre hasta qué punto nos pertenecen los gadgets que compramos ha salpicado en los últimos tiempos al teléfono más popular de todo el planeta, el iPhone. Los detractores de Apple acusan a la compañía de haber construido con sus dispositivos móviles un enorme jardín amurallado, una jaula dorada a la que solo se puede acceder de una sola manera: la App Store.
La tienda de aplicaciones de la manzana es la única forma que hay de instalar algo en los teléfonos de Cupertino. «Ellos se agarran al argumento de que si no lo puedes hacer en una consola, en un tostador o en una nevera, por qué van a tener que dar ellos esa posibilidad«, explica Luis Hernández, CEO de Uptodown, un marketplace español de software tanto para móviles como para escritorio, que opina que Apple ha hecho un ecosistema así de cerrado con un único fin: hacer negocio comisionando hasta el 30% de las descargas y suscripciones que se vendan a través de la App Store.
«El problema es que un smartphone no es algo equiparable a un electrodoméstico o una consola. Es mucho más. Son nuestras comunicaciones, son nuestras relaciones, es nuestra identificación. Y esto, en nuestra opinión, no puede estar sujeto a un criterio cerrado que nos reste libertad de decidir sobre nuestro dispositivo y además afecta a la capacidad de innovación de otros», sostiene Hernández.
Uptodown es solo una de las muchas compañías que se ha quejado de este extremo. Spotify, Airbnb, Epic Games, Telegram… Es una larga lista la que ha puesto el grito en el cielo y han denunciado en distintos ámbitos lo que ellos consideran un tic monopolístico de Apple, investigada por autoridades de ambos lados del Atlántico por este asunto.
La compañía, por su parte, se defiende con varios argumentos. El primero, es que sus usuarios tienen un alto grado de satisfacción con este sistema. Otro de los puntos que suele poner sobre la mesa es que existen alternativas, ya que en ninguno de los mercados que actúa iOS tiene una cuota superior de mercado a la que suman los fabricantes de teléfonos que funcionan con Android. Otra razón que suelen exponer es la seguridad: un entorno tan cerrado les permite tener mayor control de lo que pasa y de lo que se distribuye. Algo que Hernández pone en duda. «Algo abierto, auditado públicamente, puede ser mucho más seguro porque hay más ojos viendo si hay fallos o no».
Aunque este debate se ha centrado especialmente en el iPhone, iOS y la App Store, este experto mete también en el saco a Google. La compañía de Mountain View permite instalar lo que se conoce como APK (paquetes de origen desconocido), lo que permite a los usuarios obtener programas y apps de plataformas como UptoDown e instarlos en sus dispositivos. El problema, argumenta Hernández, es que la compañía no permite automatizar las actualizaciones o acceder a funciones clave de los dispositivos. «Es una falsa sensación de apertura». añade.
Este problema ha llegado incluso a la Unión Europea a mover pieza con la Ley de Mercados Digitales y la Ley de Servicios Digitales, que pretende fomentar la competencia y dar más libertad a usuarios y empresas en este sentido. De momento, las filtraciones apuntan a que Apple permitirá dentro de poco las tiendas de terceros en su iPhone, al menos en el mercado europeo. «En Bruselas se han dado cuenta de las derivadas de este problema y han decidido ponerle remedios».
Fuente: elconfidencial.com (18/2/23) Pixabay.com