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Nos levantamos de la cama y comprobamos en el móvil quién nos ha escrito por WhatsApp. Miramos el correo electrónico mientras tomamos café y nos ponemos Spotify para salir a correr. Luego vemos las noticias más importantes del día, hacemos la lista de la compra por internet, miramos qué series nuevas hay en Netflix, hacemos una ronda para dar algunos ‘match’ en Tinder y buscamos en Tripadvisor un restaurante para impresionar. La vida es una ‘playlist’ y nos movemos por ella como quien salta constantemente de una lista de reproducción a otra, a veces sin darnos cuenta. Porque la realidad que nos ha tocado vivir en la era digital es así: superpuesta, remezclada y, sobre todo, fragmentada.
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Este picoteo de aquí y de allá ha cambiado nuestra forma de consumir productos culturales, pero también ha afectado a esos mismos productos y, en última instancia, a la forma de relacionarnos con el mundo. El antropólogo Francisco Cruces, autor de ‘¿Cómo leemos en la sociedad digital?’ (Planeta), nos recuerda lo que ya sabemos: «Nuestras vidas y agendas, nuestro tiempo, están fragmentados. Cortados en cachitos muy pequeños». Así, «leemos varias cosas al mismo tiempo y vamos cambiando continuamente de formato, de película. Es el síndrome del punto y aparte». Frente a la figura clásica del lector disciplinado, que se acaba el libro, los ciudadanos del siglo XXI nos encontramos que, «ante tanto despliegue de información, resulta difícil hacer cosas de corrido».
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Pero esto no tiene por qué ser malo, apunta. Hoy se lee más que nunca, se escucha más música que en cualquier otra época y el consumo audiovisual es desbordante. «En realidad, todos los cambios de la historia de la tecnología han supuesto la reconceptualización de todo el sistema», sostiene Cruces. «Es lo que Anthony Giddens denomina ‘desanclaje’: las experiencias o productos se ‘desanclan’ y se ‘reanclan’ en otras condiciones».
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Ese nuevo anclaje pasa inevitablemente por el listado. Para Mariano Maqueda, psicosociólogo y fundador de la empresa de investigación de mercado Punto de Fuga, «estamos en un momento de mutación antropológica a causa de la digitalización». El ser humano, sostiene, «es el mismo que hace 25 años como ser humano, pero sus funciones ya han mutado. Somos otros, debido al mundo digital y -particular y espectacularmente- al smartphone». Un ser humano «multipantalla con una prótesis incorporada, que hace las veces de segundo cerebro».
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A partir de esa digitalización, precisa el psicosociólogo, «puedo construirme la música que quiero y eso me produce satisfacción: ante una hostilidad generalizada en el mundo, obtengo una evasión». Es sencillo: «Cuando ‘me’ hago ‘mis’ listas, hago la música ‘mía’, ‘me’ la apropio. En un intento de humanizar una situación completamente pasiva, tomo una posición proactiva de creatividad». Además, «ante la inmensidad de la oferta, yo elijo, construyo y además me conecto a los demás, descubriendo música, series, noticias…». Por no hablar de que eso favorece la repetición, «un mecanismo que remite psicológicamente a la infancia de la nana y del cuento. La repetición me calma. Poder repetir mi música gracias a las listas me da una tranquilizante burbuja psicológica de protección».
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Porque en las ‘playlists’ también hay mucho de huida hacia delante en ‘fast forward’. De engaño, si se quiere. En la era de la oferta infinita «es cada vez más difícil para el cerebro humano gestionar catálogos tan amplios», afirma Elena Neira, profesora de estudios de Comunicación de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC). Según ella, «la búsqueda activa está perdiendo fuelle en favor del entretenimiento pasivo de toda la vida, sólo que ahora en versión 2.0». O lo que es lo mismo, antes nos adaptábamos «a un medio que ‘empujaba’ información de forma indiscriminada (modelo ‘push’)». Es decir: radio, cine, televisión… «Gracias al consumo conectado y al uso de dispositivos móviles, este modelo ha evolucionado. Ahora es el individuo el que puede elegir qué información o contenido selecciona (modelo ‘pull’)». La tecnología y el consumo conectado (que permite monitorizar al usuario) son los grandes artífices de las listas personalizadas. «El individuo genera, en gran medida, su propia oferta».
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Cuando guardamos un texto para leer después en Flipboard, repasamos nuestro muro de Twitter o googleamos «los 10 mejores restaurantes de León», recomponemos esos fragmentos de realidad que nos llegan a través de listados. Como quien hace un mosaico.
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Hay otro factor y es el del ‘engagement’, la conexión del creador con el consumidor, que se aprecia en las series o en el lanzamiento de ‘singles’ de Rosalía. «En un entorno con tanta competencia que pelea por ocupar el tiempo del ocio del usuario», subraya Neira, «los productores y distribuidores de contenidos dependen más que nunca del compromiso de sus clientes con su servicio». Por eso, «el consumo sostenido, consistente y recurrente que plantea la narración serial ha demostrado su eficacia por encima de otros formatos». En ese sentido, Netflix ha sustentado gran parte de su éxito «en el desarrollo de una compleja red de algoritmos para minimizar el tiempo que el usuario medio destina a formalizar una decisión activa de visionado. ¿Cómo? Mediante la creación de filas con selecciones de contenidos personalizados, que se jerarquizan y presentan visualmente tomando como referente las preferencias de cada suscriptor. El objetivo es que la elección se produzca en una horquilla temporal no superior a 90 segundos«.
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Y es que las ‘playlists’ nos cuentan otra historia de cómo somos y cómo hemos cambiado. Nuestra capacidad de atención se ha desplomado, aun siendo voluntaria. «Vivimos en la era del ‘scroll’ y del ‘swipe’, profundizamos menos en los contenidos», sostiene Neira. «Responde al nuevo modelo de comunicación, impuesto por el ‘smartphone’. La división y compartimentación es la adaptación necesaria a este nuevo ecosistema». Y habla, por ejemplo, de la «repaquetización» de la serie de más éxito de la televisión española: ‘La casa de papel’. «Aunque en España Netflix respetó la duración original (70 minutos por episodio), en el resto del mundo se redujo la primera tanda de capítulos a 40 minutos por episodio, elevando su número a 13, frente a los nueve que se emitieron en televisión. La historia no se veía afectada, porque unitariamente era la misma. Pero se distribuyó de manera distinta en cuanto a su metraje». Esa forma de trocear dice mucho de cómo cambia también la percepción.
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Bien sabemos los medios de comunicación lo que ocurre en estos casos. Fernando Maciá, director general y fundador de Human Level, consultora de posicionamiento web y márketing online, sentencia: «Hay una pelea sin cuartel por la atención». Y eso condiciona la forma de hacer y consumir noticias: «Hay que fraccionar la noticia en distintos niveles de lectura. Eso se lo pone más fácil al usuario, que no tiene tiempo, y al buscador, como Google, que para comprender y clasificar un contenido prefiere lo estructurado en vez de lo lineal». Esos motores digitales, utilizados por prácticamente toda la población, se estructuran igualmente como listados.
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Algo parecido sucede en la industria musical, hasta el punto de que se ha convertido en una obsesión. «El tema de las ‘playlists’ es muy poderoso», dice Inma Grass, fundadora de la compañía de distribución y de servicios a músicos Altafonte. «La prioridad que tienen todas las discográficas es conseguir que las canciones objetivo de la semana entren en las playlists. Es nuestro máximo sufrimiento y necesidad. Porque es un escaparate increíble y porque, en esta época de ultraconexión y ‘engagement’, tenemos que estar todo el rato generando contenidos y tener un diálogo constante con la audiencia».
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Un caso muy significativo: la canción con más ‘streams’ de Spotify en España es ‘Me rehúso’, de Danny Ocean. Este joven venezolano era uno de tantos músicos que subía a su perfil de YouTube su música grabada de forma artesanal. A finales de 2016, su canción comenzó a viralizarse por Latinoamérica y la compañía sueca decidió introducirla en sus ‘playlists’. El resultado es un éxito abrumador sin haber publicado un álbum. Según datos proporcionados por Spotify, por cada álbum que se escucha en la plataforma, suenan tres listas de reproducción. Incluso las listas editoriales (las creadas por personal de la propia compañía), como ‘Baila reggaeton’, se escuchan un 23% más que los discos tradicionales. ¿Es esto el final de los álbumes?
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Ricard Robles, codirector del festival Sónar, va más allá. «¿Que las ‘playlists’ favorecen un mayor acceso a la cultura? Indudablemente ¿Y que se crean nuevos públicos? Probablemente. El acceso es mayor, pero la masa crítica que se genera con las ‘playlists’ dependerá del perfil del usuario», plantea. «Pero la batalla importante todavía está por jugar, y es en un marco mucho más amplio, que es la inteligencia artificial: cuando ésta sea capaz de introducirse en tu cerebro y saber lo que te emociona, sorprende y conmueve, sin categorizaciones previas realizadas por un humano», que es como se realizan actualmente las listas de reproducción de Spotify, incluidas aquellas automáticas creadas aparentemente por un algoritmo, «sólo para ti».
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Rubén Gutiérrez, director de Desarrollo de la Fundación SGAE, hace el análisis desde otra perspectiva. «Las ‘playlists’ sustituyen el modelo de prescriptores cualificados por un modelo más horizontal y basado, para bien o para mal, en estéticas y valores compartidos», formula. Es decir: desde tu primo mayor que te pasaba discos a la locutora de radiofórmula de tu adolescencia. «Ése puede ser, a medio plazo, uno de los problemas del cambio en el modelo de prescripción, ya que se trata de un consumo cada vez más de nicho», aventura. «Cierta gente se deja influir por ciertas ‘playlists’ emitidas por cierta gente, pero mucha de esa gente ni siquiera entra en contacto con las ‘playlists’ de otras personas que no pertenezcan a sus círculos en las redes». Este comportamiento «basado en compartir valores y juicios (y muchas veces prejuicios) puede llevar a que una de las potencialidades que ofrece el nuevo modelo tecnológico se quede en una fase estrictamente potencial de promoción de lo diverso«. Gutiérrez observa que «no parece que se esté generando que las personas entren en contacto con contenidos culturales que no sean los que predominan en sus círculos o conocidos ‘online’. Estas reflexiones sobre contenidos culturales tienen una fácil traslación al resto de nuestras vidas: opiniones políticas, contacto con otras personas, etcétera».
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Héctor Fouce, secretario del departamento de Periodismo y Nuevos Medios de la Universidad Complutense, sigue por ahí y hace una puntualización: «Más que el consumo fragmentado, el asunto es el consumo dirigido: los sistemas de recomendación nos van encerrando poco a poco en nuestros propios gustos y dejan poco espacio a la sorpresa y la casualidad. Cuando pones la radio, incluido un programa que sigues, siempre suenan cosas que no conoces y te sorprenden. Pero un algoritmo elimina toda posibilidad de sorpresa: al final sonarán canciones muy adscritas a un gusto y un estilo». Y ese algoritmo esconde un nuevo engaño: «Te convences de que escuchas lo que tú decides, sin darte cuenta de que la máquina decide por ti. Te ubicas en el centro que solía ocupar el tipo de la radio, y te sientes tu propio prescriptor, pero no lo eres. Creo que es una cuestión bastante generacional: hay un rechazo de los viejos prescriptores sin darse cuenta de que hay otros nuevos, más invisibles, más sibilinos».
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Frente a estas visiones más críticas, Scott Cohen, fundador de la compañía de distribución digital The Orchard, abraza el nuevo modelo. «Hace 15 años descubríamos música alfabéticamente: nos metíamos en una tienda de discos e íbamos de ABBA a ZZ Top. Un mecanismo muy extraño. Una vez que pasamos a iTunes y las descargas, la cosa cambió a géneros y subgéneros. Así que los prescriptores decían que algo era heavy metal y, más concretamente, ‘black metal’ o ‘trash metal’. Y ahora los nuevos prescriptores lo hacen con música que significa algo según el momento: canciones tristes, canciones para correr, canciones para resacas de domingo…», enumera.
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Y Cohen pone dos ejemplos: «Tomemos el mayor éxito global en 2017, ‘Despacito’, y el grupo más importante en todo el mundo durante el mismo año, que fueron los coreanos BTS. Si siguiésemos en el modelo iTunes, tres o cuatro años antes, tanto la canción como el grupo estarían en la categoría de «músicas del mundo» y nunca habrían despegado. Porque todo lo que no esté cantado en inglés, ya sea español de Puerto Rico o coreano, se metía en ese saco. Daba igual que fuese pop, rock, electrónica o salsa. Pero con las ‘playlists’ la gente se limitó a añadirlas y darles ‘like’ porque las canciones sonaban bien, apropiadas». En ese momento, sostiene, el algoritmo empezó a reconocer una trayectoria: «La gente que las escuchaba lo hacía hasta el final, las escuchaba otra vez, las compartía con sus amigos. Así que alguien dijo: ‘Un momento, puede que tengamos un hit aquí’. Un hit que nunca podía haber sucedido en el pasado».
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Por eso, cuando un músico se acerca a Scott Cohen para que promocione su música, salta como un resorte: «Les digo que no me den sólo una canción para que le encuentre un ‘hogar’. Que piensen en qué ‘playlists’ están a tiro. Vale, eres un cantautor y puedes encajar en ‘Baladas al piano’ o ‘Temas para una ruptura’. ¿Tienes alguna canción que pueda encajar en una de estas playlists? Tal vez pueda ser una buena idea hacer una versión acústica o un ‘remix’ electrónico«.
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Esto horroriza a Damon Krukowski, ex miembro del grupo Galaxie 500 y autor del ensayo ‘The New Analog. Cómo escuchar y reconectarnos en el mundo digital’ (Alpha Decay). «Este frenesí por las listas de reproducción lo veo orientado a favor de las corporaciones y marcas, y en detrimento de las personas y los artistas». El álbum, denuncia, «es el formato de un artista: es un contenedor de ideas presentadas por sus creadores. La lista de reproducción no es eso: es un medio de consumo dirigido por Spotify, Apple Music o quien sea, separado de cualquier narrativa o control de artista». El ejemplo más extremo de esto, «y realmente el más escandaloso», son las listas patrocinadas por compañías como si fuesen anuncios: «Una marca de zapatillas o una marca de whisky puede poner tu música en su lista de reproducción, debajo de su ‘banner’ corporativo, sin un permiso especial y sin un pago adicional para el artista». Lo cual le lleva a plantearse una pregunta retórica: «¿No son todas las listas de reproducción anuncios de esos negocios de ‘streaming’? En última instancia, están anunciando el servicio en sí, Spotify, Apple Music, y nuevamente sin una compensación justa para el artista».
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Acaba el día, llegamos a casa, tal vez algo de sexo con las canciones de ‘Música para hacer el amor’, tal vez un capítulo de una serie en soledad. Y mañana, otra página más en el listado de pequeñas reproducciones de la vida.
Fuente: Elmundo.es (25/11/18) Pixabay.com