La actuación rusa en Crimea exuda toda la firmeza, ambición y pompa de una potencia imperial. Una acción militar sin complejos; discursos grandilocuentes en la espléndida sala de San Jorge del Kremlin; indiferencia desafiante ante las amenazas de represalias de Occidente: todas las piezas parecen encajar en el mosaico imperial. Pero por debajo de esas demostraciones de fuerza subyace una realidad llena de fragilidades.
El PIB de Rusia (dos billones de dólares) es, en la actualidad, del mismo tamaño que el de Italia, un país económicamente estancado desde hace lustros, políticamente paralizado y sustancialmente irrelevante a escala global. Las titánicas ambiciones del Kremlin viven en un cuerpo económico relativamente menudo: una cuarta parte del PIB chino; una octava del estadounidense.
Naturalmente, varios elementos sitúan a Rusia en otro planeta geopolítico con respecto a Italia. Un aterrador arsenal nuclear; unas fuerzas armadas vetustas en ciertos aspectos, pero poderosas y en vías de renovación; poder de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU; extraordinarias reservas energéticas; la profundidad estratégica que ofrecen los lazos históricos con las otras exrepúblicas soviéticas; una extensión territorial sin parangón.
Pero la llamativa equivalencia de los PIB italiano y ruso sirve como recordatorio de las serias fragilidades internas de Rusia. Un país con un grave desafío demográfico (la población ha caído de 148 a 143 millones en las últimas dos décadas, y una esperanza de vida para los varones de solo 64 años); una economía monocultivo, por tanto muy expuesta a cambios en los precios en el mercado energético (¿alguien recuerda el nombre de alguna empresa rusa más allá de Gazprom?); un claro retraso tecnológico en comparación con otras potencias; un sistema educativo con resultados mediocres, según el informe comparativo PISA.
No son asuntos marginales. La capacidad de influencia internacional y el poderío militar no pueden subsistir sin una subyacente prosperidad económica.
Aun así, el espíritu político marca el destino de las naciones, y puede orientarlo hacia horizontes sorprendentes. El régimen de Putin encarna en ciertos aspectos la voluntad de potencia de memoria nietzscheana. Esa voluntad parece ser el impulso primigenio de toda su política, y no tiene frenos internos. En un país no exento de dificultades sociales, el Kremlin puede invertir el 4,4% del PIB en gastos militares sin que nadie discuta. En Europa casi nadie llega al 2%.
El sentimiento de agravio por los manejos de Occidente tras la disolución de la URSS; el orgullo de su historia; y un espíritu nacional claramente proclive a no rendirse nunca alimentan esa actitud que no cuadra con el peso económico del país. Los rusos no soltaron Stalingrado. Las maravillosas páginas de Vida y Destino de Vasili Grossman que relatan la resistencia de los soviéticos en ese asedio trazan los rasgos del alma que explican, quizá, al menos en parte, esa disposición a boxear por encima de su peso. ¿Orgullo? ¿Capacidad de sufrimiento? Difíciles de definir. Pero cuentan. No hay que olvidarse de ellos. Pero tampoco del PIB.
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