Imagine que vuelve a ser adolescente y alguien le pide que le deje copiar las respuestas de un examen que le ha costado largo tiempo y esfuerzo prepararse. O, es más, que no le ha supuesto mucha dificultad estudiárselo porque goza de una mente brillante y de un entorno privilegiado para aprender, mientras que el que le ha suplicado los frutos de su trabajo es más torpe y en su casa el ambiente no favorece. ¿Se prestaría a ello? Bueno, quizá por una vez… ¿Y si se trata de una situación relevante como una prueba de acceso a la universidad? Ahí sí que lo rechazaría o al menos se lo pensaría…
Algo similar está ocurriendo estos días con las vacunas antiCovid y la petición de la liberación de las patentes (salvando todas las distancias y siendo conscientes de que el coronavirus es un asunto de vida y muerte).
¿Debe el presidente de BioNTech, el alemán de origen turco Ugur Sahin -que incluso trabajó en el laboratorio el día de su boda- dar su receta mágica obtenida con sangre, sudor y lágrimas (y apoyo del Gobierno germano) a Narendra Modi, el primer ministro indio, que lleva las últimas semanas organizando y protagonizando mítines electorales arengando a las masas sin mascarilla ni distancia social? En Alemania, sólo para ir un día a comprar a un centro comercial tienes que pedir cita con antelación, te dan un tramo de hora y hay que acudir con una PCR hecha en mano.
De ahí que cuando India y Sudáfrica han insistido estos meses en suplicar la exención de los derechos de la propiedad intelectual de las vacunas, consiguiendo que el presidente estadounidense, Joe Biden, diga finalmente «Yes», la canciller teutona, Angela Merkel, ha respondido «Nein».
Pero ese rotundo «No» que aún retumba en la Cancillería de Berlín va más allá de lo que haga o no el imprudente Modi o de la firme postura de Merkel. La suspensión temporal de las patentes para que los países en vías de desarrollo puedan fabricar sus propias vacunas contra el Covid es un debate universal, que debe decidirse en el marco de la Organización Mundial del Comercio (OMC) y que ha irritado sobremanera a los grandes protagonistas: las farmacéuticas y sus millonarios (y necesarios) negocios.
«Es por solidaridad internacional»; «hay que adaptarse a las circunstancias excepcionales»; «la tecnología y el conocimiento se deben compartir en tiempos de pandemia». Así se han expresado los países defensores de levantar la mano, entre ellos, Francia, España o Bélgica. Y es que la Unión Europea está también dividida en esta cuestión.
«Compartir la tecnología desincentiva la inversión en investigación. Las consecuencias e implicaciones pueden ser delicadas y serias», alegan desde Berlín. A lo que la UNESCO replica: «¿Y si China no hubiera hecho pública la secuenciación del genoma del Covid-19 en enero de 2020? Si no la hubiese compartido, ¿cómo habrían podido desarrollar la vacuna los científicos alemanes?».
Claramente, el asunto es complejo y se puede lanzar un argumento contra otro como un bumerán. Así que dejemos de lado las palabras y pongamos los números sobre la acalorada mesa del debate. A día de hoy, el coronavirus ha contagiado a 155 millones de personas, así como ha causado la muerte a 3,2 millones. El 83% de las vacunas en todo el mundo se han administrado en países de elevados ingresos, o medios-altos. En los bajos, sólo se ha inoculado el 0,2%. En EEUU, el 48% de los adultos ya han recibido un pinchazo en su brazo; en la UE, el 31%. En África, el 1%. ¿Compensaría este desequilibrio de cifras (que son vidas) levantar las patentes y poner en marcha una cooperación científica? Hasta la Rusia de Vladimir Putin, orgullosa propietaria de la Sputnik V y la Sputnik Light, ha dicho que «una pandemia es una situación de emergencia, por lo que es tiempo de compartir y no de sacar los máximos beneficios».
La duda es si no se crea un peligroso precedente. Ahora es el coronavirus, pero luego será otra enfermedad, y Suiza, país líder en el sector farmacéutico, avisa: «Las patentes tienen que estar protegidas o se pondrá fin a más inversiones privadas para que se siga investigando nuevas vacunas y fármacos esenciales».
«Es un imperativo moral. Compartir datos ayudó a luchar contra el sida», apunta por su parte Laurie Garriet, Premio Pulitzer que anticipó cómo el planeta iba a ser devorado por un virus.
Ante tal disparidad de opiniones, hay que focalizar el problema: aumentar la producción y suministro de vacunas en todo el planeta. Cada líder tiene el deber de sanar su país, pero también la infatigable voluntad de contribuir a la curación de los demás. Y se debe hacer ya: o exportando parte de la producción, o aportando ayuda técnica, o donando al mecanismo Covax. Un anciano de Benarés tiene el mismo derecho a estar vacunado que otro de la Selva Negra, no sólo por humanidad, sino por inteligencia en un mundo de fronteras porosas. Los dirigentes deben mantener el corazón caliente, pero la cabeza fría para que no les tiemble el pulso a la hora de tomar la decisión acertada en el momento crucial.
Fuente: elmundo.es (9/5/21) Pixabay.com