La escena más impresionante de The Wall (1982), la película basada en el álbum de Pink Floyd y escrita por el propio Roger Waters, es esa en la que cientos de niños, después de cantar a coro el celebrado estribillo “No necesitamos educación / no necesitamos un férreo control”, destrozan las aulas de su colegio y lo terminan quemando. La rabia contra la escuela es una constante en el universo juvenil, iconoclasta y un poco rebelde de la música pop. En España, los ejemplos también son interminables: desde Fito y sus versos “el colegio poco me enseñó / si es por el maestro nunca aprendo” hasta el más explícito Jarfaiter que en Original Quinqui exclama: “Puto sistema educativo, putos profesores / ningún niño se merece sus humillaciones”.
El sistema educativo, quizá porque todos los ciudadanos lo han vivido durante más o menos tiempo, recibe críticas en todos los formatos imaginables, desde el ensayo filosófico más sesudo (en Vigilar y castigar, Michel Foucault coloca la escuela y el hospital al mismo nivel que la prisión) hasta las canciones de trapmás crudas. No obstante, últimamente surgen debates que van más allá de la cuestión de la calidad educativa o de la gestión de la autoridad en las aulas y que implican a colegios, institutos y universidades, pero también a empresarios y trabajadores e incluso a espectadores y consumidores, es decir, a las instituciones educativas y también al mercado de trabajo y al sistema económico. Son los debates en torno a qué se debe enseñar y qué cualificaciones debe tener un trabajador para ejercer determinada profesión. No siempre se enuncian así, pero están al fondo de polémicas como la que se formó tras la retransmisión de la gala de los Goya por Inés Hernand (”¡una presentadora sin el título de periodismo!”, criticaron sus detractores), la que suele aparecer entre historiadores profesionales y escritores de novela histórica e incluso la que algunos tuiteros levantan cada vez que se anuncia una serie protagonizada por la cantante Aitana (dicen: “No es actriz”).
De un lado están los defensores de las cualificaciones, que consideran que quien lleva a cabo cierta actividad profesional debe hacerlo tras haber obtenido el título correspondiente; del otro, quienes, como la mayoría de los programadores informáticos, son orgullosamente autodidactas. En medio queda la realidad, que muchas veces obliga a los titulados a trabajar en algo que no se corresponde con su preparación (es el fenómeno de la sobrecualificación, que afecta al 36% de los universitarios españoles) y en cada extremo se encuentran, respectivamente, los defensores de las titulaciones a ultranza (los de la titulitis) y los del fake it until you make it (“fíngelo hasta lograrlo”). Por supuesto, el exceso de confianza en este último lema a veces produce monstruos sorprendentemente exitosos que coquetean con el delito, como el Pequeño Nicolás. Francisco Nicolás Gómez Iglesias es el intruso más famoso de España y si algo hay de cierto en su historia es que logró acceder a las élites políticas y económicas de nuestro país sin ningún aval académico o conocimiento específico sobre derecho, comercio o protocolo.
De algunas excepciones a cambios profundos en el sistema educativo
Hace poco, un profesor de bachillerato comentaba sorprendido que algunos de sus mejores alumnos, pertenecientes, además, a familias sin dificultades económicas, no desean ingresar en la universidad al superar el instituto, sino que prefieren posponer o evitar ese paso y ganar tiempo para formarse por su cuenta y desarrollar sus propios proyectos. Algo así, que hace un par de décadas hubiera sonado descabellado, comienza a convertirse en un plan legítimo a ojos de la sociedad (y de los padres) gracias a proyectos como el que el magnate Peter Thiel puso en marcha en 2011. Entonces, este gurú de Silicon Valley lanzó un programa de becas que ofrece 100.000 dólares a universitarios dispuestos a abandonar sus estudios para desarrollar una idea disruptiva o, como expone la web de su fundación: “Damos 100.000 dólares a los jóvenes que prefieran construir cosas nuevas a estar sentados en un aula”. No son anécdotas aisladas, sino el reflejo de toda una serie de cambios en nuestra forma de valorar el conocimiento (cada vez más orientado a la acción) y sus fuentes (tradicionalmente las instituciones educativas, hoy mucho más diversas).
“La rápida evolución de la tecnología y la globalización requiere que los individuos se mantengan actualizados y desarrollen nuevas habilidades a lo largo de sus carreras. La formación continua no formal juega un papel crucial en este proceso”, explica Laura Hernández, investigadora en el Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas (IVIE) y autora de la publicación De los estudios a las competencias: Condicionantes y resultados del capital humano en España, promovida por la Fundación BBVA. Es en ese contexto en el que se comienza a hablar de “competencias”, que emergen “como un elemento central en la educación contemporánea, ofreciendo un enfoque más completo y práctico para evaluar y fomentar las habilidades de los individuos”, en palabras de la economista. “Estas competencias no se adquieren únicamente en el ámbito académico, sino también a través de la experiencia laboral y la formación continua, bien sea a través de educación no formal (actividades institucionalizadas que no proporcionan títulos oficiales) o informal (sin acudir a ninguna institución educativa)”, aclara Hernández.
A finales de febrero, la influencer Carmen Merina (@rayomcqueer) fue muy criticada porque en una de sus publicaciones defendió que existen muchos puestos de trabajos habitualmente reservados a titulados que se pueden ejercer “sin pasar por la universidad”, simplemente “aprendiendo las habilidades que requieren” y “sin gastar el pastizal que suponen las matrículas”. En realidad, y sin que importe demasiado si fue o no una coincidencia, sus palabras reproducen en buena medida el discurso que la OCDE (una organización orientada a la promoción de las “buenas prácticas” educativas entre sus 38 Estados miembros, los más desarrollados del mundo) difunde respecto a las competencias. Un discurso que es cuestionado por quienes se oponen a que las necesidades del mercado laboral, en muchos casos efímeras e interesadas, marquen el rumbo de la educación pública.
“Se ha impuesto una idea del conocimiento como valor de cambio o activo económico. Ese conocimiento del que se suele decir que caduca con facilidad y hay que renovar constantemente”, sostiene Enrique Galindo, docente y autor de libros como Escuela o barbarie (AKAL, 2017). “Pero hay otros conocimientos que no caducan y son los que constituyen el suelo para la formación del carácter y la personalidad. A esos conocimientos debe tener acceso todo el mundo: ese es el valor de la escuela pública que también debe mantener un componente contrafáctico que se está perdiendo; o sea, debe servir para tomar distancia de la realidad social o de la realidad económica y desde ahí medir qué funciona bien y qué funciona mal en una sociedad”.
Galindo cree que el “hombre de acción o emprendedor” (“gente que se introduce en la actividad económica de una manera innovadora o que ha desarrollado mecanismos psicológicos para adaptarse a las condiciones inciertas y cada vez más precarias del mercado laboral”) está sustituyendo progresivamente al “ciudadano” como sujeto de nuestras sociedades. Y el sistema educativo estaría adaptándose a esta nueva realidad marcada por la incertidumbre. ¿Cómo? “Convirtiéndose en un apéndice del sistema económico y privilegiando sobre las otras dos solo una de las tres tareas que hasta hace poco cualquiera identificaba como propias de la escuela pública”. ¿Cuáles son esas tareas? ”Formar trabajadores, formar ciudadanos capaces de participar con autonomía intelectual en el debate público y formar personas dando herramientas a los individuos para que sean capaces de gobernar su propia vida”. Según el profesor, el sistema educativo habría olvidado las dos últimas.
Una crisis general en el mundo del trabajo
En redes sociales se suele decir con sorna que “no importa lo que hayas estudiado, tu trabajo consistirá en enviar e-mails y rellenar hojas de cálculo”. Es una aproximación un poco exagerada a los trabajos de oficina, pero si se ha hecho tan popular es porque, por un lado, las tareas burocráticas no dejan de aumentar y la medición y promoción de cualquier actividad laboral comienza a ser un obstáculo que detrae recursos de la propia actividad; y por otro, efectivamente, todavía a muchos empleadores no les importa demasiado lo que hayas estudiado, mientras hayas estudiado algo. Tal y como explica Hernández, “la teoría credencialista propone que el valor de la educación radica más en su señalización social y ante los empleadores que en la adquisición de habilidades prácticas”. Es lo que los más sarcásticos llamarían titulitis: incluso si lo aprendido en las aulas apenas tiene relación con lo requerido por el puesto de trabajo, “como el empleador no conoce tus verdaderas capacidades, asume que las credenciales académicas son una buena aproximación a ellas”.
En cualquier caso, parece que nos vamos alejando de esa titulitis. “Los títulos universitarios comienzan a perder sentido”, opina Galindo. “Las economías del conocimiento ya no responden al esquema fordista o del sistema industrial del siglo XX. Ahora se buscan trabajadores muy flexibles que sepan adaptarse y competencias blandas como el trabajo en equipo o la proactividad. Precisamente por eso, un alumno de buena familia que no quiera estudiar ocupará todavía con más facilidad los puestos a los que no puede acceder un alumno de clase trabajadora que se ha esforzado por sacarse un título”.
Con todo, Hernández prefiere ser cauta porque “diversos estudios dicen que existe una relación positiva entre los años de educación y los salarios, así como con la productividad”. Ella sí que considera que el marco de las competencias puede ser útil, especialmente para un país como España, donde “los niveles de desempleo y la precariedad laboral continúan siendo alarmantes, especialmente entre los jóvenes, dividiendo a la sociedad y poniendo en peligro el desarrollo económico”. El otro gran problema, el de la sobrecualificación, también se puede enfocar de esta manera: “En países punteros las competencias de los universitarios son más altas que en España. Aquí la sobrecualificación se concentraría en universitarios con bajos niveles de competencias, mientras que apenas existe entre aquellos con niveles altos. Esto refuerza la importancia de ir más allá de los niveles educativos e incorporar la dimensión de las competencias para proporcionar una perspectiva más completa y precisa del potencial de las personas”.
Intrusismo para todos
Así que, en un mundo cada vez más basado en las competencias, parece que la noción de “intrusismo” se diluye. “Ahora que las fronteras entre disciplinas son cada vez más difusas, el intrusismo entre profesiones puede que no sea tanto un problema y es probable que se incremente la movilidad laboral entre sectores y profesiones debido a la rápida evolución tecnológica y la demanda de habilidades especializadas”, cree Hernández. Con esto Galindo está de acuerdo: “Hay profesiones que requieren una especialización profunda que se ven contaminadas por el intrusismo, por ejemplo, la psicología o la medicina, donde han aparecido terapeutas y gurús de todo tipo y se puede ejercer mala praxis. Pero otros campos no presentan ningún problema. Uno puede haber estudiado derecho y ser un gran escritor”.
Aunque el Código Penal recoge el delito de intrusismo en su artículo 403, la lucha contra él, salvo en casos muy específicos como el de la medicina, es una batalla perdida que suelen emprender los colegios profesionales sin demasiado éxito. Eso sí, son necesarios criterios objetivos (consistan o no en una titulación) que permitan valorar las capacidades de los trabajadores. Entre otras cosas porque, en muchos casos, esas capacidades forman el único patrimonio de las personas de clase obrera, tal y como recuerda Brigitte Vasallo en su libro Lenguaje inclusivo y exclusión de clase (Larousse, 2021): “La supervivencia de las que venimos de pobres nace del esfuerzo colectivo por sobrevivir, por dar a la siguiente generación una patada en el culo que nos aleje lo máximo posible de la línea de la miseria […], por alcanzar los títulos académicos, adquirir los idiomas importantes y alejarnos de las lenguas inútiles”.
“Una opción que se está estudiando y promoviendo es la de las microcredenciales”, expone Hernández. “Se trata de certificaciones pequeñas y específicas que se centran en habilidades y competencias concretas, en contraste con los títulos tradicionales. Las microcredenciales pueden beneficiar a profesionales en proceso de reorientación laboral, a aquellos con brechas de habilidades o a quienes abandonaron algún nivel de estudios y buscan avanzar en sus carreras”.
Está claro: tanto los sistemas educativos como los entornos laborales están sometidos a una aceleración inédita. Y por más que se puedan distinguir algunas tendencias en su desarrollo, este proceso de aceleración acarrea enormes incertidumbres. Galindo, filósofo con años de experiencia en las aulas, pide responsabilidad: por ejemplo, “el sistema educativo también debe garantizar que los propios trabajadores sean capaces de conocer y defender sus derechos”. E insiste en que “jamás se puede perder el espacio que permite acceder a la objetividad”. “Sería muy grave que se perdiera la posibilidad de debate público y quedase una especie de mercadeo de las opiniones porque políticamente eso conduce a formas totalitarias, al populismo más canalla tanto de izquierdas como de derechas. Si se abandona el acceso a la objetividad que proporciona la educación, se abre la puerta a todo tipo de servidumbres tribales, identitarias, de arbitrariedades, de cultos a la personalidad…”. Así que quizá se pueda prescindir de los títulos, pero habrá que vigilar que eso no conduzca a la injusticia o la arbitrariedad.
Fuente: elpais.com (18/3/24) pixabay.com