Piense en un día cualquiera en su vida. Es probable que lo primero que haga al levantarse sea consultar el correo electrónico en su iphone de Apple y que allí encuentre el último recibo de la luz de Iberdrola y la tarjeta de embarque de su próximo vuelo con Iberia o British Airways a Londres, donde adelantará las compras navideñas en Harrod’s. Una vez chequeado el e-mail, se dispondrá a desayunar y entre los productos que tomará lo más seguro es que haya alguno elaborado por Nestlé. Tras reponer fuerzas, arrancará su Volkswagen Golf para desplazarse a la oficina, un edificio propiedad de Colonial, y por el camino echará gasolina en una estación de Cepsa. El almuerzo lo pagará con su tarjeta Visa. Y por la noche quedará con amigos para ver el partido de Champions entre el PSG y el Manchester City. Usted probablemente no sea consciente, pero su vida gira cada vez más en torno a empresas que tienen un denominador común: algunos de sus accionistas más destacados son fondos soberanos, gigantescos entramados de inversión propiedad de Estados enriquecidos a golpe de pelotazo energético o de las materias primas o —en menor medida— del comercio impulsado por la globalización.
El dinero que amasan estos vehículos asusta. A cierre de 2021 eran más de 10 billones (con b) de euros; es dos veces y media el PIB alemán, y siete veces y media el español. Ese año, el último para el que hay registros, batieron récord de operaciones a escala global: 448, que movieron un total de 120.000 millones, según el último informe elaborado por IE University junto a ICEX-Invest in Spain. “Estos actores tienen cada vez más peso en el mercado. El origen de su liquidez es variado y tratan de diversificar las economías de los países de origen invirtiendo sobre todo en el exterior”, explica Cord Stümke, socio de la firma de servicios profesionales EY especializado en transacciones de capital riesgo.
Su crecimiento es exponencial y todo apunta a que 2022 será otro año récord para los sovereing wealth funds (SWF), como se los denomina en la siempre anglófila jerga financiera. La reciente explosión en el precio del petróleo y, sobre todo, del gas natural ha sido el aldabonazo definitivo para estos instrumentos. La salida desordenada de la pandemia y, sobre todo, la guerra de Ucrania han dado la vuelta al calcetín de los mercados energéticos justo cuando todas las miradas se centraban en la transición ecológica y no en unos combustibles fósiles con más pasado que futuro. Y han provocado un auténtico alud de ingresos para las arcas de la gran mayoría de los fondos soberanos. Una munición extra con la que no contaban, y un cofre que ahora tendrán que usar en nuevas inversiones. “Es bastante probable que en los próximos meses redoblen su actividad. Ya lo vimos en otras ocasiones en las que el precio de las materias primas se disparó”, pronostica Javier Capapé, profesor y director de Sovering Weal Research para la Gobernanza del Cambio de IE University.
Los orígenes
Corría la década de los cincuenta del siglo pasado, en los albores de la era petrolera, cuando un selecto grupo de países árabes —con Kuwait y Arabia Saudí a la cabeza— pusieron en marcha los primeros fondos soberanos modernos con el objetivo de reinvertir los ingresos públicos obtenidos con la venta de petróleo. Más de 70 años después, son casi un centenar los SWF que reinvierten los miles de millones de euros que obtienen cada año en activos a muchos kilómetros de distancia. La mayoría debe sus recursos a los hidrocarburos, aunque también hay vehículos como los de Singapur (Temasek, GIC) que se nutren de los superávits fiscales y comerciales de sus países.
“Dos de cada tres euros invertidos por estos instrumentos proceden de la energía y las materias primas”, aclara Nuno Fernandes, profesor de finanzas de la escuela de negocios IESE y presidente del Consejo de Auditores del Banco de Portugal. Una categoría en la que están los muchos y muy potentes fondos soberanos del golfo Pérsico —Abu Dabi, Kuwait, Qatar y Arabia Saudí, entre otros—, pero también los de Noruega y Australia. El tercio restante corresponde, básicamente, a lo invertido por China, Hong Kong y otros tigres y dragones asiáticos gracias a las ganancias del comercio y las finanzas multinacionales.
Los más tratan de rentabilizar el maná para estabilizar sus economías cuando el mundo cierre definitivamente el grifo a los combustibles fósiles. Un momento que, aunque no próximo —el 80% de la energía primaria que se consume en todo el mundo sigue siendo fósil—, no está tan lejos como a veces se suele pensar. Otros, como el noruego, tienen como objetivo prioritario garantizar el Estado del bienestar y el retiro futuro de sus ciudadanos, operando como una suerte de enorme fondo de pensiones de titularidad 100% pública.
En su apuesta exterior hay, también, un tercer impulso, mucho más sibilino y pretendidamente silencioso pero de creciente importancia para muchos en los últimos años: influir en la geopolítica mundial —y, especialmente, occidental— y mejorar su imagen internacional. Una empresa difícil —muchos de ellos están gobernados por regímenes autocráticos o, cuando menos, no democráticos—, pero en la que sus embajadas encuentran en el dinero el mejor lubricante posible. La compra de equipos de fútbol, sobre todo en la Premier League inglesa (Manchester City, Newcastle United), pero también en la Ligue 1 francesa (PSG), auténticos activos trofeo, son el último ejemplo de esa diplomacia de chequera.
“Su principal objetivo suele ser meramente financiero, esto es, obtener un retorno sobre el capital, si bien en algunos casos invierten en activos estratégicos para su economía o tienen por objeto conseguir la estabilidad monetaria de su país”, explica Carlos Téllez, socio del banco de inversión AZ Capital. El año pasado, según un reciente estudio de la gestora estadounidense de fondos Invesco, la rentabilidad media obtenida por los fondos soberanos fue del 10%. En su historial, no obstante, no todo son aciertos: el vice primer ministro de Singapur, Lawrence Wong, informaba esta semana de que uno de sus dos fondos —Temasek— había iniciado una investigación interna tras dar por perdidos los 275 millones de dólares (algo más de 260 millones de euros). El dinero estaba invertido en la plataforma de criptomonedas FTX, radicada en Bahamas y declarada recientemente en bancarrota tras la gestión fraudulenta por parte de sus directivos.
El destino predilecto de los petrodólares gestionados por los fondos soberanos ha sido tradicionalmente Occidente. Por varios motivos. El primero y más evidente es la estabilidad: frente a los vaivenes de sus economías domésticas —mucho más volátiles—, las acciones, los edificios o los bonos localizados o emitidos en países occidentales ofrecen un innegable punto adicional de protección frente a las turbulencias. El segundo es la persuasión: cuanto más dinero tengan invertido en Europa y en Estados Unidos, mayor será también su capacidad de convencer a sus gobiernos de su creciente importancia estratégica. Y de hacerles ver su enorme —y creciente— potencia de tiro en lo financiero.
Nuevas latitudes
En los últimos años, sin embargo, se ha producido un giro en el guion en esa constante de los últimos años: aunque Occidente sigue siendo el destino prioritario de los fondos soberanos, está lejos de ser el único. Quieren diversificar, no poner todos los huevos en la misma cesta y extender sus tentáculos de influencia en otras latitudes, con una importancia creciente de economías como la china y la india. Europa y EE UU es pasado y presente, pero el futuro pasa por el mundo emergente.
“El próximo ciclo, en el que ya hemos entrado, será totalmente diferente del anterior”, esboza por teléfono Bernardo Bortolotti, profesor de la New York University de Abu Dabi y director del Laboratorio de Inversión Soberana de la Universitá Bocconi de Milán. “Hasta ahora, el mundo era plano, y las oportunidades de inversión para transformar la riqueza procedente del petróleo en riqueza financiera y diversificar su cartera, enormes. Pero esto ha dejado de ser así: mientras la geopolítica y la globalización sigan rebosando incertidumbre, tendrán que peinar mucho más el mercado en busca de oportunidades”, añade el académico italiano, uno de los mayores expertos globales en la materia. Estas nuevas restricciones, dice, harán que el foco no esté únicamente fijado sobre EE UU y Europa “como en los 20 últimos años”, para ampliarse también al Sudeste Asiático y a África.
El segundo cambio de patrón en el destino de estas inversiones tiene que ver con un mayor énfasis en sus propios países, especialmente en los casos de Oriente Próximo, con un criterio no únicamente financiero. “Tienen que invertir más en sus propias poblaciones para mitigar los desafíos económicos actuales, que ellos también están encarando”, constata Adam Dixon, de la Universidad de Maastricht (Países Bajos), que, sin embargo, reconoce que EE UU y Europa seguirán ocupando un lugar predominante en las carteras. Es tal el volumen de capital que están teniendo que mover en los últimos meses —muy especialmente, los que viven del gas y del petróleo—, recuerda Dixon por correo electrónico, que rebosa hacia todo tipo de activos.
El cambio en el patrón y el destino de las inversiones que esboza Bortolotti empieza a permear al campo de los hechos. O, al menos, al de los anuncios: el Public Investment Fund (PIC, por sus siglas en inglés), el instrumento a través del cual el mayor exportador de crudo del mundo —Arabia Saudí— invierte sus ingentes ingresos petroleros (casi 200.000 millones de euros el año pasado), anunció en octubre que destinará 24.000 millones a sus países vecinos: Baréin, Omán, Jordania, Irak o Sudán.
El caso saudí
Epítome del sector, en menos de siete años el fondo soberano saudí ha multiplicado por más de cuatro los fondos bajo su paraguas, pasando de 150.000 a más de 600.000 millones de euros, según las últimas cifras de Bloomberg. Los estragos que dejó la pandemia en sus cuentas —y en la economía del Reino del Desierto y de las petromonarquías en su conjunto— no es más que una rémora del pasado. De golpe, a Arabia Saudí —como al resto de exportadores de hidrocarburos— los millones se le agolpan. Y tiene que decidir qué hacer con ese ingente volumen de liquidez.
“Occidente no va a desaparecer de sus carteras, pero crear riqueza en sus países se ha convertido en un objetivo en sí mismo para estos fondos, atendiendo no solo a los retornos financieros, sino también a criterios sociales”, agrega Fernandes al otro lado de la línea telefónica. El giro se aprecia, también, en el tipo de inversiones elegidas, con un peso cada vez mayor de las infraestructuras básicas (agua, transporte…) y de las energías renovables, que encuentran un terreno especialmente fértil en los países del Golfo. Con límites: “Muchos de estos fondos, sobre todo los de los países petroleros y gasistas, están constreñidos por su propio mandato, que no les permite invertir en sus propios países”, complementa Patrick J. Schena, de la Universidad Tufts (Boston, EE UU) y codirector de la Fletcher Network, un departamento de análisis de la riqueza soberana y del capital global. Esa falta de flexibilidad y discrecionalidad a la hora de dirigir las inversiones, dice, “puede llevar a sus gobiernos a retener una fracción mayor de sus ingresos para invertirla directamente”, sin el concurso del fondo soberano.
Además de la mayor amplitud de miras geográfica y el refuerzo de las inversiones en sus propias economías, los fondos soberanos también están diversificando en el tipo de activos en los que entran. Hasta hace una década su preferencia eran las compañías con presencia en Bolsa y ahora han acelerado las inversiones en mercados no cotizados (capital riesgo, venture capital, infraestructuras e inmobiliario). Desde el punto de vista sectorial, si la tecnología ha acaparado buena parte de su atención en los últimos años, cada vez están más atraídos por tener exposición a las energías renovables, la salud, la seguridad alimentaria o la educación. “Una de las ventajas de estos fondos es que suelen preferir participaciones minoritarias, salvo cuando se trata de inversiones estratégicas, y es capital de muy largo plazo, sin un horizonte de desinversión, lo que no excluye que eventualmente salgan de un activo si tienen otra oportunidad más atractiva o necesitan reequilibrar el riesgo de su cartera”, explica Carlos Téllez.
“Los fondos soberanos gestionan una ingente cantidad de dinero, principalmente derivada de los recursos provenientes del petróleo, y necesitan buscar nuevas formas de inversión”, sustenta Miguel Echevarría, director de Financial Advisory de la auditora Deloitte. “Es algo lógico, fruto de una evolución natural: han pasado de invertir en activos más líquidos y con un perfil de riesgo y una rentabilidad menor a hacerlo en activos alternativos”. Su crecimiento en el nicho de private equity, inexplorado por ellos hasta hace no tanto, ha sido exponencial: en tiempo récord han pasado de participar en operaciones de coinversión, como un partícipe más y siempre en minoría, a hacerlo a lo grande. “Ahora les estamos viendo entrar, cada vez más, en operaciones liderando la inversión y adquiriendo participaciones mayoritarias”, añade Echevarría.
Sus inversiones son vistas por los países receptores con una mezcla de alegría y recelo. Es dinero marrón, al ser generado por los hidrocarburos en un momento donde el cambio climático es un problema acuciante; además, muchas de sus inversiones se dan en sectores sensibles como la tecnología, la defensa o el transporte; y, por si fuera poco, quien suele estar detrás de los mayores SWF son regímenes que ocupan los últimos puestos en valores democráticos. “En tiempos de dificultades económicas, los países descuidan sus principios morales sobre quién pone el dinero. Ya lo vimos en 2008, cuando los fondos soberanos invirtieron 45.000 millones de dólares en el sector bancario mundial, que estaba contra las cuerdas”, argumenta Capapé.
Al otro lado de la barrera están los destinatarios del dinero. Ávidos de inversión exterior, grandes países europeos como Francia e Italia han desarrollado en los últimos tiempos organismos públicos que coinvierten con estos transatlánticos soberanos. El objetivo es doble: primero, asegurarse de que ese dinero se destina a los ámbitos en los que ellos están más interesados —en los que el impacto y el retorno social son mayores—, y, en segundo lugar —aunque no menos importante—, tutelar esa inversión en los sectores estratégicos para evitar efectos indeseados.
En España, esa labor de inversión conjunta la desarrolla la sociedad pública Cofides, que entre sus vehículos de inversión tiene uno compartido con Omán (han puesto 100 millones de euros cada uno) para apoyar la internacionalización competitiva de las empresas españolas, sobre todo hacia países del golfo Pérsico. “Vemos un interés creciente de los fondos soberanos por invertir en España. Bien por razones geopolíticas, bien porque nuestra economía está transformándose hacia sectores en los que ellos están especialmente interesados, como las energías renovables, la automoción verde o la seguridad alimentaria”, enfatiza el presidente de Cofides, José Luis Curbelo.
Cortejo a Qatar
Este renovado interés por atraer la mirada de los fondos soberanos y por guiarla hacia sectores estratégicos ha quedado particularmente claro en el reciente cortejo de varias capitales occidentales a petromonarquías como la catarí, cuyo emir llevó a cabo la pasada primavera una visita con honores a las principales capitales europeas. Ellos ponen el dinero, pero los receptores quieren guiarlos hacia donde más les interesa. Esta simbiosis va camino de acelerarse en los próximos meses: la retirada de liquidez de los mercados por parte de los bancos centrales convierte en aún más valiosas las inversiones extranjeras.
El binomio que configura la procedencia del dinero que engrosa las cuentas de estos fondos soberanos —fósil, salvo contadas excepciones— y su destino final —en el que las renovables no han dejado de ganar relevancia año tras año— encierra una potente paradoja. No parece, en fin, haber ningún problema en hacer caja con el petróleo y el gas; pero pocos quieren manchar su reputación inversora en una era de éxodo generalizado —y publicitado— de los activos sucios.
En esa paradoja, el fondo noruego ocupa un lugar de excepción. Gran beneficiado por la huida europea de los hidrocarburos —quizá el mayor: es el primer suministrador de gas del continente—, también está sacando una importante tajada por una escalada de precios que sus gestores no podían imaginar ni en sus mejores sueños. Ese maná tiene, en cambio, nuevas y potentes restricciones a la hora de ser invertido. A finales de 2019, justo antes de la pandemia, el país nórdico decidió eliminar de su cartera todo rastro de activos fósiles: ni un euro, ni un dólar más en el capital de petroleras y gasistas. El origen de ese dinero, sin embargo, sigue siendo el mismo que antes: el mismo crudo y el mismo gas del que reniega en sus nuevos criterios de inversión, pero que sigue llenando a buen ritmo su billetera.
A medida que los SWF crecen y diversifican sus carteras necesitan profesionales, sobre todo con experiencia en la gestión de grandes volúmenes de dinero en nichos especializados. Esa fuerza laboral en muchos casos no la tienen en casa, por lo que se está librando una batalla por atraer talento desde la City o Wall Street. Cueste lo que cueste. Y por dinero no será.
Las lecciones de Guyana
Guyana es el protagonista del más reciente, y probablemente último, milagro petrolero tras el descubrimiento de unas vastísimas reservas de crudo de alrededor de 10.000 millones de barriles. Una cifra que convierte a esta pequeña —800.000 habitantes— y hasta hace poco pobre nación, enclavada entre Brasil, Venezuela y Surinam, en una nueva potencia petrolera. Y que ha llevado a su Gobierno a tomar buena nota de los aciertos y errores de quienes ya han transitado ese mismo camino.
En enero pasado, con el petróleo en máximos, Guyana se convirtió en el último país del mundo en crear un fondo soberano para gestionar su bonanza energética y fiscal. Todo un hito en una historia, la suya, con muchas más sombras que luces: en un país en el que la transparencia pública es mínima, que la gestión de estos recursos recaiga sobre un ente independiente es un marchamo de indudable mejor manejo.
El movimiento trata, en cierta medida, de garantizar que esos jugosos ingresos previstos para los próximos años redunden en una mejor calidad de vida para las futuras generaciones y no solo para las actuales. Y que garanticen una respuesta adecuada a un potencial desastre natural en un país que está en claro riesgo por el cambio climático. Una paradoja más: dinero del petróleo para poder hacer frente al calentamiento global provocado por combustibles fósiles.
En vez de quedar bajo el paraguas del Ministerio de Finanzas, su supervisión corresponde al Parlamento. De nuevo, una lección de sus predecesores: los países que tuvieron que lidiar con las mieles y las hieles de la conocida como maldición de las materias primas: la bendición, pero también el riesgo de borrachera, que sigue a un gran descubrimiento. Hay más aprendizajes. Guyana ha obligado al consorcio que explota su crudo —liderado por Exxon— a recurrir a empresas locales para llevar a cabo su actividad.
Fuente: elpais.com (3/12/22) pixabay.com