Hay quien niega que aquel colosal esfuerzo fuera un salto para la humanidad. No entienden que mostrar imágenes del insignificante lugar de la Tierra en el universo dio una lección de humildad.
Edwin Buzz Aldrin, durante su misión lunar en 1969. La foto fue tomada por Neil Armstrong, comandante del Apolo 11.
Los seres terrestres se percataron de la existencia de la Luna por primera vez hace unos 300 millones de años. De noche, su luz era la única guía que tenían, hasta que aparecieron los humanos y descubrieron el fuego, y luego la pintura, la música y la poesía. A lo largo de los siglos, los griegos de la antigüedad, Shakespeare, Beethoven, Van Gogh, García Lorca y otros genios vieron una fuente de inspiración en la gran esfera blanca, siempre misteriosa e inalcanzable. Hasta que hace exactamente 40 años, por primera vez en la historia del universo, un ser humano pisó su superficie. Y lo vimos y lo oímos, los que tuvimos la suerte de estar vivos, en directo por televisión. Fue como si hubiéramos seguido en nuestras pantallas la llegada a América de Cristóbal Colón, sólo que esta aventura fue infinitamente más osada y peligrosa. Los tres conquistadores del Apolo 11 no viajaron al fin del mundo; viajaron a otro mundo. Lo dijo Andrew Smith, autor del libro definitivo sobre los astronautas del programa espacial Apolo: el espectáculo televisivo de aquellos días fue «el teatro más alucinante de todos los tiempos».
Fue la ciencia al servicio del arte. Los hombres fríos, matemáticos de la NASA -ninguno más frío que el comandante de la misión, Neil Armstrong-, crearon un reality show cuyo dramatismo jamás ha sido superado por la ficción.
El despegue del cohete Saturno V, de la altura de un edificio de 35 pisos y con un consumo de 3.785 litros de combustible por segundo, tuvo su punto de emoción, como lo tuvo la partida de Colón y sus tres carabelas del puerto de Palos. Sólo que en este caso la comitiva que se despidió de los tres astronautas a bordo -Armstrong, Buzz Aldrin y Michael Collins- consistió en 500 millones de personas de todas las razas y todos los continentes; entre ellos, el novelista de ciencia-ficción Arthur C. Clarke. «… five, four, three, two, one: we have lift-off!«, anunció Jack King, «la voz de Apolo», y en ese instante, dijo Clarke, «lloré por primera vez en 20 años y recé por primera vez en 40». Pero esa escena ya se había filmado; la había patentado ocho años antes el astronauta soviético Yuri Gagarin, el primer hombre en el espacio.
Muchos más llantos y rezos se oyeron cuatro días después cuando el módulo lunar, el Eagle, un aparato de aspecto absurdamente frágil, como si se hubiera armado con piezas de mecano y papel de aluminio para una película en blanco y negro de los años treinta, comenzó el descenso a la Luna. Columbia, la nave madre, la que les tenía que devolver a la Tierra, se quedó en órbita, con Collins al mando. Aldrin y Armstrong, el piloto del Eagle, hablaban continuamente con Mission Control en Houston. Como si de un Gran Hermano se tratase, con los participantes a 384.000 kilómetros de distancia, oíamos todo lo que se decían y pensábamos: ¿qué pasa si la superficie de la Luna consiste en polvo movedizo y se hunde el aparato, y mueren ahogados los astronautas? O nos preguntábamos los más pequeños, o los más ignorantes: ¿y si resulta que hay habitantes en la Luna? ¿Habitantes hostiles? O una posibilidad más realista: si el Eagle aterriza mal, por ejemplo, sobre un lugar inclinado, y vuelca, ¿cómo podrán despegar? ¿Presenciaremos el espectáculo de la muerte lenta de dos seres humanos en la Luna?
De todos, el que delató menos nervios fue el que tenía más motivos para tenerlos, Neil Armstrong. No sólo tenía su propia muerte a la vista, no sólo saltaron de repente luces de alarma dentro del módulo (Armstrong las ignoró, sospechando, correctamente, que la orden electrónica de abortar la misión era un error), sino que detectó en el último momento que había unas grandes rocas en el lugar escogido para aterrizar. Con lo cual tuvo que planear sobre la Luna utilizando el control manual, como si el Eagle fuera un helicóptero, buscando en la semioscuridad un espacio de tierra blanca llano, liso y seguro. Pasaron los segundos, como si fueran horas, ante un silencio aterrador. Nunca tanta gente vivió simultáneamente tanto suspense, y eso que no sabíamos los telespectadores del planeta azul, tan pequeñito y lejano de repente, que el combustible se estaba agotando. Cuando por fin el módulo tocó tierra y Armstrong hizo la famosa declaración: «The ‘Eagle’ has landed», el Eagle ha aterrizado, Mission Control explotó en júbilo, y el resto del mundo, también. Pero la sensación de susto no se había extinguido. La respuesta del interlocutor de Armstrong en Houston, que sabía que si hubieran pasado 25 segundos más el combustible se habría agotado, fue: «Tienes unos tipos aquí que estaban a punto de ponerse azules. Hemos vuelto a respirar».
Ésa fue la sensación de todos, como si no sólo la Luna careciera de oxígeno, sino, en aquel momento, la Tierra también.
Armstrong bajó primero por la escalerita de la nave, sin que la arena blanca le tragara; dijo su frase inmortal, aquella que sus guionistas le habían preparado sobre un paso pequeño para un hombre y un gran salto para la humanidad; pasados 19 minutos, emergió Aldrin y, como en toda buena película cuando el bien vence al mal, la tensión dio paso al alivio; la tragedia, a la comedia. Y empezó la celebración. Colocaron una cámara de televisión, plantaron la bandera americana, tiesa como un cartón en la no gravedad de la Luna, y los dos, vestidos de blanco, empezaron a descubrir el territorio conquistado, dando brincos de canguro a cámara lenta, un baile sin música, en el insólito escenario («magníficamente desolado», diría Aldrin), de la Luna.
El que no estaba participando de la fiesta era Michael Collins, que después escribiría que le daba a sus compañeros no más de un 50% de posibilidades de llegar a la Luna, despegar de ella y reconectar con su nave, la Columbia. Collins estaba mucho más nervioso que sus dos compañeros, aterrado ante la posibilidad («viví un terror secreto», confesaría más tarde) de que recibiría la orden de abandonar a Aldrin y Armstrong y volver a casa solo. El temor del astronauta lo compartía la casi totalidad de la especie humana. Si había existido una cierta duda acerca de la capacidad del cohete Saturno de despegar de la Tierra, mucho más motivo había para pensar que aquel aparato con pinta de juguete de lata carecería de la potencia necesaria para ascender los 100 kilometros que lo separaban del Columbia. El recuerdo de los dos astronautas muriéndose en televisión, a cámara lenta, se conservaría en la memoria de Collins y en la memoria colectiva de la humanidad para siempre.
Pero el Eagle despegó, los tres aventureros espaciales tuvieron su feliz reencuentro, volvieron a la Tierra y fueron recibidos como héroes en Nueva York y Washington, y en muchas grandes capitales del mundo. Y entonces Armstrong, convertido en famoso en la Luna, casi desapareció de la faz de la tierra. Se volvió un recluso, negándose a dar entrevistas a los medios. Pero sí dejó caer un par de frases dignas de un hombre que tuvo la sabiduría de reconocer que la celebridad podría ser dañina para su salud mental. Cuando le preguntaron un día por qué no quería aceptar la gloria que el mundo le quería otorgar, respondió: «Porque, sencillamente, no me la merezco». Tenía razón, del mismo modo que un gran actor de cine no se merece toda la gloria por más grande que haya sido la película en la que él ha sido el protagonista. El primer viaje a la Luna fue una superproducción en la que medio millón de personas, desde el director del proyecto en Houston hasta los que cosieron los uniformes de los astronautas, todas, tuvieron su papel.
Hay quien dice que ese colosal esfuerzo fue una pérdida de tiempo; que al final no hubo ningún gran salto para la humanidad. Tales comentarios los suele hacer gente práctica, de mente cerradamente científica, poco dada a soñar; gente que no entiende que escribir una gran poesía, hacer una gran película o ascender al Everest o a la Luna da sentido y gloria a la vida. Tampoco entienden que aquel épico viaje, al mostrarnos imágenes del insignificante lugar que ocupa nuestro mundo en el universo, nos dio a todos una lección de humildad tan imborrable como las huellas de los astronautas en la superficie lunar.
Armstrong, científico y soñador, sí lo entendió. Su otra frase célebre tras regresar del espacio fue a propósito de una observación que él mismo había hecho. Dijo que cuando estaba en la Luna se dio cuenta de repente que podía tapar el planeta Tierra con el pulgar de la mano. «¿Eso hizo que se sintiera muy grande?», le preguntaron. «No», respondió, «hizo que me sintiera muy, muy pequeño».
Fuente: Elpais.com (19/7/12)
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