La constante quiebra de pequeñas empresas ha convertido la venta de chatarra o de pescado en parte de la vida del administrador concursal. 2013 se inició con un 49% más de procesos.
Víctor Peña, abogado, llegó a un descampado de Getafe con su maletín y su corbata al viento. Allí estaban los camiones de la empresa que tenía que liquidar. Para pagar a los acreedores y poder cobrar él los aranceles judiciales, necesitaba venderlos todos. Además, allí aparcados le seguían produciendo gastos. El propietario de la campa le propuso un arreglo poco ortodoxo: “Los vendemos y yo me llevo un porcentaje”. Peña le explicó que no se debía hacer así, que había que sacar el lote a subasta por medio del juzgado, esperar a la mejor oferta… Que él era un liquidador, pero no de ese tipo.
En el primer trimestre de 2013 hubo 2.478 procedimientos concursales en empresas, un 49% más que en 2012, según el seguimiento que la auditora PricewaterhouseCoopers hace de datos del BOE. Con estos números, no extraña que los administradores concursales sean vistos como unos de los villanos oficiales de la crisis. Sobre ellos pesa la reputación de finiquitar empresas pensando más en sus minutas que en el rastro de cadáveres que queda tras ellos, pero las historias que relatan los despachos alejados de los superconcursos remiten a un trabajo que se hace más prosaico cada día que la crisis ahonda en el tejido medio del país. Para matizar la imagen de dinero fácil que rodea al gremio, se puede recordar que de los 812 concursos declarados el pasado mayo, 798 corresponden a pequeñas y medianas empresas, según otro estudio, de Axesor. Desde 2008, 29.078 pequeñas y medianas empresas han recurrido al procedimiento, el 98,54% del total. Vender los restos de panaderías, granjas y empresas de limpieza no suele ser un negocio lucrativo.
Los concursos tienen parte procesal, económica y de gestión empresarial. “Pero también te comes muchas sillas rotas, y le echas una barbaridad de horas que no vas a cobrar”, abunda Peña. “El trabajo con pequeñas sociedades tiene una parte en la liquidación que parece propia de chatarrero. Es mucho de resolver, y los abogados no somos especialistas en eso”, cuenta en el bufete para el que trabaja, el madrileño Sala y Serra. Deshacerse de los furgones le costó tres visitas a Getafe y cientos de llamadas que iba haciendo entremedio de reuniones en los lujosos despachos de la Castellana donde gestionaba otro proceso, este con empresarios y directivos de bancos para negociar la viabilidad de una gran compañía.
Gajes de la economía real. Marta Serra, una de las socias del bufete, enumera contactos con casas de subastas para vender cuadros, con filatélicos para liquidar sellos… “La imagen de glamour no puede ser menos cierta”, reconoce por teléfono desde San Sebastián Gabino Mesa, auditor y presidente del turno de administradores económicos del País Vasco. Mesa enumera los equipamientos que le ha tocado colocar en el mercado: calderas, instalaciones eléctricas, furgonetas o maquinaria industrial vendida al peso. “Si son pocos, se adjudica a la mejor oferta por gestión directa. Si se trata de instalaciones complejas, es más transparente hacer lotes y organizar subastas notariales online o judiciales”, cuenta. Ahí es donde a menudo entran en circulación los subasteros, otros de los malos arquetípicos de la crisis. En webs especializadas en este mercado, como activosconcursales.com o webconcursal.com, se encuentran desde equipos de sonido hasta apartamentos o todo el material de una pizzería arruinada.
La ley fija que el empresario tiene dos meses para presentar concurso desde el momento en que sabe que se va a quedar sin líquido para satisfacer sus deudas. Luego el juez debe declarar el proceso, algo que se alarga hasta seis meses por el atasco judicial. En ese momento nombra un administrador externo —un auditor, un economista o un abogado de la confianza del juez— que se ocupa de que los acreedores reciban su dinero. Este modelo representa uno de los ejemplos de cooperación público-privada más comentados de la justicia. Unos defienden la agilización que supone; otros lo critican por lo sospechosa que resulta la designación a dedo de alguien que puede ganar millones en un procedimiento público.
Los administradores cobran cantidades fijas en relación con el activo y el pasivo de la empresa que auditan. Según los aranceles —fijados en 2004—, para compañías con un activo de 500.000 euros los emolumentos se quedan en 3.000 euros. El negocio comienza a ser rentable a partir de activos de 10 millones (41.500 euros). “Por pequeño que sea un concurso, nunca implica menos de cien horas”, explica Mesa, que ha perdido la cuenta de las ocasiones en las que le correspondían aranceles inferiores a mil euros. “Y una cosa es que tengas derecho a cobrar y otra es que llegues a hacerlo”, añade. Muchas empresas llegan asfixiadas a concurso, otras con masas difíciles de vender. “Y si añadimos que haya contratos de trabajo a extinguir con posterioridad a la declaración de concurso, que generan cotizaciones a la Seguridad Social o deudas con Hacienda, lo habitual es que no percibas nada”, cuenta.
¿Por qué aceptan los administradores procesos poco rentables o deficitarios? En primer lugar, porque de rechazar uno, se les sanciona a no ser nombrados en ese partido judicial. También porque en los concursos adquieren experiencia que venden a los clientes de su bufete. Pero, sobre todo, porque en el gremio funcionan con la esperanza de que el juez les dé una de cal y otra de arena: un proceso bueno y uno malo. Aunque no siempre se cumplan las expectativas. “Concursos hay muchos, pero los grandes se los llevan siempre los mismos”, explica anónimamente un profesional refiriéndose a las grandes sociedades de servicios profesionales, como el caso de Deloitte con Pescanova. “Empresas con ese volumen son anecdóticas. No reflejan nuestro trabajo habitual”, apoya Mesa. Este auditor tiene una buena teoría acerca de la razón por la que se cobran tarifas anómalas con esos grandes casos: “Es porque la realidad ha superado a las previsiones judiciales. Los que establecieron los porcentajes del arancel en 2004 en plena burbuja económica no pudieron prever que hubiera concursos como Martinsa-Fadesa, con un pasivo de 7.000 millones”.
Quien mejor puede hablar de este tema probablemente sea Antonia Magdaleno, la llamada “dama de los concursos”. Esta abogada valenciana con un bufete de 25 profesionales ha gestionado la suspensión de pagos de Llanera, Reyal Urbis, Viajes Marsans y la propia Martinsa-Fadesa. En el caso de esta última, logró evitar la liquidación, todo un evento en España, donde el 90% de las sociedades en concurso toman el camino del cementerio. Ese éxito es la piedra angular de su reputación. “Es un gran mito eso de que se ganan cantidades millonarias”, cuenta por teléfono. “Se gana, por supuesto; si no, nadie estaría en esto, pero una cantidad razonable”. Según Magdaleno, las cifras finales del bufete serán la suma de concursos rentables y otros que no lo son. Aunque no niega que dirigir procesos como el de Martinsa, que la premió con cuatro millones de euros, ayuda a cuadrar cuentas y mantener el buen humor. “Un juez te da un concurso grande, pero a cambio le quitas mucho pequeño de encima de la mesa”, asegura. Cuando la dama empezó con el derecho concursal, en 2004, este suponía alrededor del 10% del negocio del bufete para el que trabajaba; en el suyo ahora es el 50%, y se contiene porque opina que es mejor seguir abiertos a más casos.
Magdaleno no ha tenido que recorrer solares vendiendo camionetas. Suele recurrir al teléfono en los casos más obvios y, en los más difíciles, a empresas de venta. También a ella, cuando se aleja de los trasatlánticos económicos, a veces le toca bajar a lugares muy particulares, como la ocasión en que llevó el concurso de una fábrica de trofeos deportivos. “Recuerdo una piscifactoría de lubinas y doradas. Para conservar un producto que poder liquidar, al final recurrimos al progresivo trueque de algunos peces por pienso para ir manteniendo al resto vivos”. Cadáveres de la crisis.
Fuente: Elpais.es (23/6/13)
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