Estados Unidos se plantea la legalización de más de 11 millones de indocumentados en medio de una profunda transformación racial, social y cultural del país.
A los pocos días de su victoria electoral de 2008, Barack Obama se vio envuelto en el delicado asunto de escoger un perro para la primera familia. “Nuestra preferencia es adoptar uno de un albergue, donde la mayoría son chuchos como yo”, dijo, compartiendo con el público su dilema y su confusión racial. Después acabó prefiriendo un elegante perro de agua portugués, pero la expresión quedó ahí, como una definición improvisada y audaz del nuevo inquilino del Despacho Oval. Hijo de un africano y de una norteamericana con sangre irlandesa, criado junto a un padrastro indonesio y crecido en el heterogéneo Hawai, el presidente, un “chucho”, era la representación perfecta de la sociedad que se disponía a gobernar.
Ese mismo término ha vuelto a ser utilizado recientemente, con cierta polémica, por el columnista de The New York Times David Brooks para referirse, en un artículo titulado Una nación de chuchos, a los Estados Unidos que resultarán de la aprobación de la reforma migratoria, actualmente ante sus trámites finales, aunque difíciles, en el Congreso.
“Pronto dejaremos de ser una avanzadilla de Europa y nos convertiremos en una nación de chuchos”, escribía Brooks, “en una nación con cientos de etnias de todas las partes del mundo, casándose entre ellas y mezclándose entre ellas. Los norteamericanos descendientes de europeos son ya una minoría entre los niños menores de cinco años. Los europeo-norteamericanos seremos una minoría dentro de 30 años, probablemente antes”.
Adoptada ya por el Senado, la Cámara de Representantes —donde el Partido Republicano es mayoría— tiene ahora la última palabra sobre una ley que permitirá la legalización inmediata y la opción de nacionalización a medio plazo de, al menos, 11 millones de inmigrantes indocumentados, quizá más, en su mayor parte procedentes de México y otros países de América Latina, pero también de Asia y África.
Estados Unidos tiene actualmente más de 40 millones de inmigrantes, legales e ilegales. El país del mundo que más se le aproxima es Rusia, cuya cifra supera ligeramente los 12 millones. Un 13% de la población estadounidense ha nacido en el extranjero. A mediados de los años ochenta, ese porcentaje no llegaba al 6%. Si se aprueba la reforma migratoria, alrededor de seis millones de mexicanos se incorporarán al censo de Estados Unidos, junto a varios millones más de centroamericanos, caribeños vietnamitas o etíopes. Hay que añadir a esas cifras los 4,5 millones de hijos de indocumentados que, de acuerdo con una investigación del Instituto Pew, han nacido en suelo estadounidense y tienen, por tanto, derecho a un pasaporte.
Pocas veces se ha conocido en la historia reciente un vuelco similar en la conformación étnica y cultural de un país. Para ponerlo en términos comparativos, la Organización para la Migración, una institución intergubernamental con sede en Ginebra, calcula que el mayor proceso de legalización de inmigrantes en las últimas cuatro décadas en el mundo se produjo en 2005 en España, cuando se dieron papeles a cerca de 700.000 personas, casi en su totalidad con idioma y cultura similares a las mayoritarias españolas. En EE UU no se ha producido una situación similar desde que en 1985 Ronald Reagan decretó una amnistía para alrededor de tres millones de indocumentados.
El proceso legislativo tiene aún que sortear obstáculos políticos que podrían hacerlo fracasar, pero, en cualquier caso, EE UU se encuentra a las puertas de una decisión que transformará profundamente el país y definirá su carácter y su potencial a lo largo del siglo XXI.
Un paso de esta naturaleza ha despertado, por supuesto, fuertes reacciones favorables y contrarias. Por un lado, de quienes creen que la reforma migratoria es la garantía de que EE UU siga siendo un país competitivo y, en última instancia, dominante frente a la pujanza de China y otras naciones emergentes. Por el otro, de quienes temen la disolución de la sociedad liberal, democrática y próspera que ha sido durante décadas espejo de la civilización contemporánea. En un bando se juntan quienes reclaman justicia para millones de personas que hoy contribuyen de forma clandestina, pero decisiva, a la creación de riqueza. En el otro, quienes ven evaporarse el país que conocieron, desplazado por una mayoría con otras costumbres, otros valores y otros idiomas. A favor se pronuncian los que creen que los inmigrantes revitalizan el sentimiento patriótico, basado precisamente en la fusión multicultural. En contra están los que creen que se pierde la cohesión mínima necesaria para la identificación de un propósito común.
El presidente Obama, que ha convertido esta ley en el proyecto estrella de su segundo mandato —tal vez el mayor logro de su presidencia, junto a la reforma sanitaria—, considera que la apertura del país a la inmigración es esencial para su desarrollo. “La inmigración nos hace más fuertes”, dijo este año durante una simbólica ceremonia de naturalización de extranjeros en la Casa Blanca, “la inmigración nos mantiene vibrantes, hambrientos, nos mantiene prósperos. La inmigración es, en gran parte, lo que nos hace un país tan dinámico”.
Organizaciones vinculadas al Tea Party y algunos think tanks conservadores llevan tiempo invirtiendo energías y dinero en tratar de convencer a los estadounidenses del enorme error que se comete si esta reforma sale adelante. Jim DeMint y Robert Rector, de Heritage Foundation, escribían recientemente un artículo en el que señalaban: “El economista Milton Friedman advirtió de que EE UU no podía tener al mismo tiempo fronteras abiertas y un Estado de bienestar extenso. Tenía razón, y sus argumentos valen ahora contra la amnistía para los 11 millones de inmigrantes ilegales en este país. Además de ser injusta para quienes cumplen la ley, y de alentar a más inmigración ilegal en el futuro, esta amnistía tiene un precio muy alto”.
El precio, según Heritage, es que los inmigrantes legalizados recibirán a lo largo de su vida beneficios del Estado por valor de 9,4 billones de dólares y pagarán solo 3 billones en impuestos, lo que dejará como saldo un déficit de 6,4 billones.
Ese cálculo es rebatido por otros centros de estudio y expertos. La Casa Blanca cita una proyección de esta misma semana de la Oficina de Presupuesto del Congreso, un organismo público e independiente, según la cual, la reforma migratoria, tal como ha sido aprobada en el Senado, permitiría un crecimiento del producto interior bruto de EE UU del 3,3% en 2023 y del 5,4% en 2033, es decir, añadiría a la economía más de 700.000 millones de dólares en 2023, y 1,4 billones, en 2033. Esa misma institución pronostica una reducción del déficit presupuestario de 850.000 millones de dólares en los próximos 20 años y un incremento de 300.000 millones en las arcas de la Seguridad Social. Todo ello, gracias a que la legalización de millones de personas aumentará el consumo, facilitará la creación de nuevos negocios y acentuará la competencia y el rendimiento de los trabajadores.
En contra de la posición de Heritage, y de quienes la avalan en los bancos republicanos de la Cámara de Representantes, se han pronunciado incluso algunos conservadores que se resisten a aceptar que el apoyo a la reforma migratoria deba ser una causa exclusiva de los demócratas o de la izquierda. El Instituto Cato, de tendencia ultraliberal, sostiene, por ejemplo, que la legalización de los indocumentados es un ingrediente esencial de la idea de la libre empresa y la competencia. Jennifer Rubin cita en su columna de The Washington Post a Mario López, del Fondo de Liderazgo Hispánico, para sostener que, en realidad, la reforma migratoria es “pura dinámica capitalista”. Una figura tan significativa de la derecha como George W. Bush reapareció este miércoles para defender la ley y para animar a sus compañeros de partido a darle su voto. “No quiero implicarme”, dijo, “en temas políticos concretos, pero espero una resolución positiva de este debate, y espero que, mientras se discuta, mantengamos en mente un espíritu benevolente y que comprendamos las contribuciones que los inmigrantes han hecho a este país”.
Las contribuciones de los inmigrantes a EE UU son incontables. Prácticamente cualquier hecho o empresa relevante de la historia de este país lleva el sello de un inmigrante, desde la conquista espacial hasta Hollywood o Google. En cada época, desde su creación, se pueden citar políticos, científicos o artistas llegados de afuera que han hecho este país como hoy es. Esa energía creativa no ha desaparecido por el hecho de que, en las últimas décadas, la mayor parte de la inmigración ya no proceda de Europa. Un estudio del Departamento del Tesoro revela que casi el 17% de todos los negocios del país son propiedad de inmigrantes. Intel, Yahoo, eBay o Sun Microsystems fueron fundadas por inmigrantes. Los inmigrantes firman más de la tercera parte de las solicitudes de patentes internacionales y dirigen pequeñas empresas que dan trabajo a más de 200.000 norteamericanos.
Incluso, desde el punto de vista más hostil a la inmigración, sería obligatorio reconocer que los inmigrantes, particularmente los indocumentados, ocupan trabajos imprescindibles —y que los norteamericanos ni quieren ni asumirían jamás— en la agricultura, el servicio doméstico o la atención social. En los últimos meses, por ejemplo, tanto las autoridades políticas como los líderes empresariales han advertido del descalabro que supondría para California —la octava mayor economía del mundo— la repatriación de los trabajadores sin papeles.
Con argumentos económicos, por tanto, este debate se decanta claramente a favor de una rápida legalización. Pero el sentido de urgencia que actualmente existe con relación a la reforma no está provocado por razones económicas. Tampoco por la presión ciudadana. Solo el 39% de los norteamericanos consideran la inmigración un tema de máxima relevancia, lo que lo sitúa en el puesto 17º de las prioridades nacionales, según un estudio de Pew. Lo que ha convertido el problema migratorio en uno de los grandes debates del momento en Washington es su influencia electoral. Es un hecho constatado que Obama ganó dos elecciones sucesivas gracias, en gran medida, al respaldo del voto hispano, y que el Partido Republicano, que ha perdido apoyo constantemente entre esa comunidad en la última década, tiene un futuro muy oscuro si no se reconcilia con los votantes de origen hispano antes de que, como se calcula, esta comunidad represente el 30% de la población estadounidense en 2050. Ya hoy, unos 50.000 jóvenes hispanos alcanzan cada mes la edad de votar.
Seguramente, esa evolución del país hacia una gran sociedad multicultural se producirá con o sin reforma migratoria. En realidad, la reforma solo puede acelerar y ordenar lo que parece un destino inevitable. Hispanos, asiáticos, anglosajones, centroeuropeos y afroamericanos, favorecidos por un entorno aperturista y por nuevas tecnologías de comunicación instantánea, están llamados a interrelacionarse en una nación en la que, como dice Brooks, nombres como, por ejemplo, Enrique Cohen Chan, serán cada vez más comunes. Eso permite vislumbrar un nuevo horizonte en el que las disputas religiosas y nacionalistas cedan ante el conocimiento. No hay mejor antídoto para la intolerancia que la convivencia.
Pero este proyecto representa, al mismo tiempo, un enorme reto. El mundo no tiene muchos antecedentes de una nación creada sobre la confluencia de orígenes tan variados. El riesgo de ciudadanos de lealtad compartida o, simplemente, carentes de ella, es innegable. Aún se hace extraño observar a dos mexicanos, ambos del mismo origen, la misma lengua y el mismo acento, pelear tras un balón, uno por la camiseta de México, y otro, por las barras y estrellas.
Es cierto que este no es un problema nuevo para este país. A principio del siglo XX, el porcentaje de extranjeros entre la población norteamericana era más alto que hoy, y de allí surgió, sin embargo, la mayor potencia económica y militar que el mundo ha conocido jamás. Más aún, un modelo de sociedad que hasta China trata de imitar. Hoy, el desafío es mayor porque la diversidad es mayor. Si no debió de ser fácil hacer causa común entre italianos, irlandeses y polacos, por mencionar algunos de los focos migratorios del pasado, más complicado todavía puede ser crear una nación de la que se sientan parte filipinos, salvadoreños y nigerianos, algunos de los principales grupos de inmigrantes en la actualidad.
No obstante, el móvil que entonces empujó a los inmigrantes hacia EE UU no ha cambiado. La ambición de progreso, de libertad para escoger el estilo de vida que cada uno prefiera, la perspectiva de una vida mejor para las siguientes generaciones, esa condición innata en el ser humano de avanzar en el camino, permanece inmutable. EE UU no es hoy una tierra de oportunidades al alcance de cualquiera. Es un país en el que el éxito se paga con sudor y, a veces, con injusticia y discriminación. Pero sí sigue siendo una tierra en la que cualquiera puede tener una oportunidad.
Fuente: Elpais.es (14/7/13)
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