Hace pocas fechas un amigo enviaba una fotografía de un coche eléctrico de marca paradigmática en su género. En plena nevada y camino de Suiza, se había quedado sin carga. Estaba subido a una grúa, como si de un vehículo averiado se tratara. Otro amigo, destacado periodista de motor, se encuentra con la complicada realidad al instalar un sistema de carga para coches eléctricos en su vivienda unifamiliar. Uno más, alto ejecutivo, te explica que está demorando ‘sine die’ la sustitución de su berlina porque está desorientado ante los confusos mensajes que se envían desde el Gobierno. Con cifras positivas de crecimiento económico, el mercado del automóvil en España sigue cayendo desde hace varios meses.
Son anécdotas vinculadas por una misma cuestión de fondo: la falacia del coche eléctrico, inflada recientemente en España desde estamentos oficiales. Una falacia que confunde y lleva a creer al ciudadano que ‘el diésel está muerto’ o que al motor de combustión le quedan solo un puñado de años. O que el vehículo eléctrico represente una alternativa viable siquiera a medio plazo para cubrir las necesidades del usuario medio. La realidad es muy diferente, y todos somos conscientes de ella en nuestro día a día.
Como elefante en cacharrería
Antes, ajustemos el tiro. No se trata de alegar contra el coche eléctrico —aún en sus albores— sino a favor del realismo, y de precaverse de quienes en España entran con botas de pocero a pisar en temas tan sensibles para el ciudadano medio: los del transporte, la libertad de movimiento, y las consiguientes inversiones para las economías familiares e individuales.En segundo lugar, conviene situar en su contexto el desarrollo del coche eléctrico. Imaginemos un automóvil de los años treinta en el siglo pasado. En muchos aspectos, el vehículo eléctrico aún está condicionado por distintos factores tecnológicos y logísticos, como para exigirle más de lo que puede ofrecer en el presente.
Tercero, la necesaria e inevitable reducción de emisiones que la Unión Europea pretende que a partir de 2030 según la cual los turismos nuevos emitan, de media, un 37,5% menos de CO2 respecto a los niveles de 2021. Cada fabricante deberá incrementar en sus diferentes gamas motores híbridos y eléctricos para compensar las emisiones de los de combustión y cumplir así con la normativa.
El problema de fondo reside en el voluntarismo de las administraciones europeas, que señalan al coche eléctrico como panacea de las cero emisiones, cuando por precio, autonomía, tiempo e infraestructura de recarga estos vehículos no podrán satisfacer las necesidades de la gran mayoría de usuarios en mucho tiempo. Para colmo, un Gobierno bisoño entró en España como elefante en cacharrería en tema tan crucial al destrozar al usuario del diesel -millones- e insinuar una hipotética realidad muy lejana, y confundiendo la capacidad de decisión y compra del ciudadano. Distorsionando de paso el mercado, y afectando a una de las industrias más importantes de España. Ahí están las cifras de ventas de estos últimos meses.
Baterías más grandes
El vehículo eléctrico actual está fundamentalmente enfocado al uso urbano o en radios de acción limitados. Hoy, quien apueste por este tipo de coches normalmente necesitará otro convencional si sus necesidades se amplían más allá de este entorno. Hablamos por tanto de economías más que desahogadas. Además, debería disponerse de una infraestructura de recarga específica no al alcance de cualquiera. Valga la anécdota de una multinacional del automóvil que está encontrando problemas para ampliar la infraestructura de recarga para su gama de eléctricos en una de las torres más altas y modernas de Madrid.
La autonomía del vehículo eléctrico es uno de sus principales caballos de batalla. Sigue creciendo, pero más por el aumento de la capacidad de las baterías que por una mayor eficiencia. Coche eléctrico no es necesariamente sinónimo de coche eficiente. Hay eléctricos que gastan 16 kWh/100 km reales mientras otros gastan más de 30 kWh/100. De hecho, el coste por kilómetro de algunos de ellos ya no dista tanto del gasto de un vehículo diésel moderno u otro de gas natural. El aumento de autonomía llega así vía incremento de esa capacidad de carga, como si nuestros coches de hoy incorporaran depósitos de 100 litros. Ello supone también considerables incrementos de peso. Por ejemplo, la batería de un Jaguar I-Pace alcanza los 600 kg, y la de un Audi e-tron se mueve en cifras similares. Hay que mover semejante carga, resto del vehículo y pasajeros al margen. Con energía eléctrica almacenada.
Pero baterías de semejante tamaño exigen un tiempo de carga que, sin las instalaciones apropiadas, excede incluso las horas de todo un día. En ocasiones, con cifras irrisorias de autonomía —no daremos más datos— para el tiempo de carga exigido y el coste del vehículo. Sin hablar de temperaturas ambientales elevadas o bajas, con uso de aire acondicionado o calefacción. Ah, y el enchufe, para quien pueda permitirse una instalación adecuada. Pregunten en su comunidad de propietarios el follón necesario para una acometida individualizada. La Ley de Propiedad Horizontal ya obliga a que se autorice instalarla si el propietario lo pide, pero muchos aparcamientos españoles cuentan con instalaciones de acometida solo para enganchar unas decenas de fluorescentes y una puerta automatizada, no de carga simultánea para decenas de vehículos. Pidan presupuesto y viabilidad técnica para reacondicionar toda su comunidad, y lo comprobarán.
Como un bebé
Salgamos ahora fuera del radio de autonomía urbano de un vehículo eléctrico tradicional. El coche se convierte en un bebé del que es necesario estar permanentemente pendiente. Tanto en conducción —por su autonomía limitada—, durante la recarga o planificando rutas según los postes disponibles. Un vehículo eléctrico en uso similar al de uno convencional supone una dependencia logística y mental agotadora. Un gasolina o diésel pide cuatro o cinco minutos para rellenar un depósito para de 600 a los 1.000 kilómetros de rango. Por el contrario, varias horas de recarga dan para circular por carretera solo dos o tres. El viaje de Madrid a Vigo con un modelo de esa marca emblemática obliga a pasar por una localidad castellana concreta donde esa compañía ha instalado un cargador. Un desvío inesperado o un consumo de energía más elevado por atascos o determinadas condiciones ambientales, y el vehículo acabará como aquel subido a la grúa suiza.
Cabe imaginar una operación salida, por ejemplo, con miles de vehículos buscando puntos de carga entre el kilómetro 200 y el 300 desde una gran ciudad. Si los rápidos tiempos de recarga actuales rondan los 45 minutos por coche, ¿cuántos puntos serían necesarios para satisfacer picos tan elevados de demanda? Y aunque fueran pocos coches a cargar, porque el flujo de energía se reduce a medida que aumenta su número. Pregunten en una reciente electrolinera inaugurada a bombo y platillo por una gran petrolera. Cargar un vehículo en solitario podría no ser tanto problema, pero pruébese en manada. Por no hablar de los que se quedarían sin jugo en atascos inesperados con la autonomía media de los coches eléctricos actuales.
La huella global
Al margen de las consideraciones prácticas anteriores, cabría también citar la huella global de un vehículo eléctrico tanto en su proceso de fabricación como en el suministro de energía. ¿Cómo se generará esa electricidad capaz de mover millones de vehículos eléctricos, si fuera el caso? ¿Con energía nuclear? ¿Hidroléctrica? Entonces, si el coche eléctrico vive aún su adolescencia, ¿por qué lanzar infantiles mensajes que desvirtúan la realidad que vivimos? ¿Por qué alocadas apuestas sobre una acelerada desaparición del diésel primero, o del motor de combustión después, si todavía están lejos alternativas viables para satisfacer la realidad cotidiana del usuario medio desarrollada en este último siglo del automóvil?
El ser humano afronta uno de los mayores desafíos de su historia: reducir —y cómo— el impacto medioambiental del transporte individual y colectivo que tanto ha contribuido a los niveles de vida y económicos actuales. Un proceso imprescindible, pero largo, complejo y, desde luego, incierto. De momento, seamos realistas y pragmáticos. Y escuchemos a quienes saben.
Fuente: Elconfidencial.com (17/4/19) Pixabay.com