Lo primero en lo que se fija Franck Bonnet en un hombre es en los ojos. O, más precisamente, en la distancia que separa ambas pupilas. El ángulo que dibuja la nariz. La posible asimetría entre pómulos y orejas. El color del cabello del desconocido que tiene delante. Este cuarentón afable y canoso echa un primer vistazo de cerca y luego se aleja unos tres metros de su objeto de estudio. Observa la morfología de su cuerpo y las proporciones de las extremidades. Y en cuestión de segundos establece un diagnóstico. “Vamos a subrayar el azul del iris. Disimularemos las arrugas de expresión, pero evitando cubrir la ceja, que es lo que le da más expresividad. Tiene usted una nariz europea: probaremos con un puente de 30 grados. Y por su tez y su cabello le sentarán bien tonos como el amarillo, el chocolate o el visón”, comunica el encargado de la óptica más exclusiva de París, Maison Bonnet, que abre a El País Semanal las puertas de su atelier, situado en una discreta travesía a dos pasos de los jardines del Palais Royal. Sacará entonces de una gaveta algunos de los 400 prototipos que sirven de base para crear los anteojos más deseados en la capital francesa, que la élite política e intelectual no ha dejado de lucir desde los años sesenta.
En este insigne establecimiento solían comprar sus gafas los presidentes franceses, pero también personalidades como Le Corbusier, Georges Simenon o Aristóteles Onassis, que regaló sendos pares en carey —la lujosa materia que se extrae de las escamas de las tortugas marinas— a Jackie Kennedy y a Maria Callas. Todos ellos fueron los mejores embajadores de su sobrio y atemporal estilo. Yves Saint Laurent fue otro de sus clientes más conocidos. En la escandalosa fotografía publicitaria de 1971 en la que el diseñador aparecía totalmente desnudo, su único accesorio era un modelo de esta casa, donde se siguen fabricando las gafas igual que hace un siglo, por encargo y a medida.
En esta tienda se considera que no es el cliente el que debe adaptarse a unas lentes preexistentes, como sucede en la mayoría de comercios, sino al revés. “Cada modelo es único y se fabrica examinando al milímetro las facciones de su futuro propietario, pero también su identidad y sus gustos personales”, señala Bonnet, que no duda en preguntar a sus clientes cuál es su estilo musical favorito o qué rasgos definen su personalidad. La elaboración de cada pieza dura entre dos y ocho meses, en función de su dificultad. Con las gafas terminadas, se realiza el llamado fitting, durante el que se liman las imperfecciones al milímetro. “Las caras son como viejos edificios en los que las paredes nunca están totalmente rectas”, bromea el diseñador de la firma.
Maison Bonnet fue fundada por su bisabuelo Alfred en 1930. Esta óptica levantó la persiana en Morez, una pequeña ciudad del macizo del Jura, junto a la frontera con Suiza. Fue allí donde, en 1796, un comerciante llamado Pierre-Hyacinthe Caseaux se inventó las primeras gafas en el sentido moderno del término: un par de cristales pulidos sostenidos por aros de metal que se apoyaban sobre el apéndice nasal. Esa localidad se convirtió entonces en capital francesa de la óptica. Después tomó el relevo el hijo del fundador, Robert, que decidió instalar la tienda en París en 1950 para poder estar más cerca de esas clases pudientes que podían pagarse unas gafas en escama de tortuga y oro macizo. Treinta años más tarde le sucedió su hijo Christian, que, pese a estar oficialmente jubilado, sigue regentando el atelier de la marca en la Borgoña, a hora y media de París.
Cuatro generaciones después, es el hijo de Christian y bisnieto del fundador el que sigue defendiendo la calidad artesana que distinguió a sus ancestros. “Aprendí a caminar entre los obreros de Maison Bonnet. La particular melodía de sus herramientas es la banda sonora de mi infancia. Después me formé por mimetismo, como una niña que juega a las cocinitas mientras su madre prepara la cena”, relata Franck Bonnet, sentado en un taburete en el subterráneo de paredes de piedra y viejos muebles de madera que le sirve de taller. A su alrededor, media docena de jóvenes imberbes dan forma a nuevos modelos para una clientela entre la que sigue habiendo abundantes famosos, aunque la marca prefiera no desvelar sus identidades por discreción.
La elaboración de cada pieza dura entre dos y ocho meses. El modelo más barato cuesta 1.000 euros; el más caro, 40.000
En distintas estanterías colgantes, pequeños cajones de plástico llevan sus nombres escritos en rotulador. Entre ellos está el de una reconocida (y esteta) directora estadounidense, un nombre fundamental del arte contemporáneo, un maestro francés de los fogones y hasta un jefe de Estado árabe. Sin embargo, hay menos políticos que en otra época, tal vez por miedo a que el elevado coste de estos modelos les ponga en algún aprieto ante el contribuyente.
Los tiempos han cambiado desde 1981. Entonces, los tres aspirantes a las elecciones presidenciales que se celebraron aquel año lucieron con orgullo sus gafas de Maison Bonnet. Primero estaba el presidente saliente, Valéry Giscard d’Estaing, y su gruesa montura de color caramelo, hecha a medida por Christian Bonnet. También el entonces alcalde de París, Jacques Chirac, propietario de un modelo más fino y rectangular, que compró todos sus pares de gafas en esta tienda entre los años 1971 y 1985.
Decimos que no a los clientes que insisten en comprarse gafas que no les sientan bien. Ellos nos representan frente al mundo
Sin olvidar al futuro ganador, François Mitterrand, con quien Maison Bonnet tiene una deuda simbólica. En 1973, el político socialista acudió a la tienda para comprarse dos modelos en carey. Cuando le preguntaron por qué no adquiría solo uno y volvía cuando necesitase cambiar de gafas, Mitterrand les anunció que Francia se disponía a firmar la Convención de Washington para la protección de las especies en peligro de extinción. La importación de ese codiciado material iba a quedar prohibida. Christian, el padre de Franck, decidió pedir un préstamo al banco y compró todas las reservas que pudo encontrar, de las que sigue viviendo hoy la firma. Las cantidades almacenadas todavía no escasean, pero los propietarios de Maison Bonnet saben, desde hace años, que las reservas no son infinitas. Por ese motivo, en los últimos tiempos la casa ha empezado a experimentar con otros materiales. “También lo hacemos para democratizar el acceso a las gafas a medida. Si a uno le dicen que tiene que gastarse varios millares de euros, ni siquiera entrará por la puerta. Pero si le dicen que el precio de entrada bordea los 1.000 euros, tal vez se lo piense…”, sintetiza Bonnet.
Desde hace algo más de una década, la firma realiza modelos en materiales menos costosos, como el acetato de celulosa o el cuerno de búfalo. “El primero es resistente a los golpes y a las caídas, lo que se adapta mejor a ciertos estilos de vida. Por ejemplo, es absurdo hacer deporte con gafas de carey, que es un material muy frágil”, explica el diseñador. “El cuerno, que importamos de la India, Vietnam y Madagascar, no es un material noble, pero sí natural, con calidades que lo emparentan con el carey”. Los modelos en acetato cuestan entre 1.000 y 2.000 euros. Los de cuerno de búfalo, entre 1.500 y 2.500. Y los de carey, entre 6.000 y 40.000 si se escoge un modelo en blanco puro, el más difícil de encontrar, ya que ese material tiende a oscurecerse con el tiempo. En todos los casos, el proceso es el mismo: las gafas se hacen a medida y se obtienen tras pasar dos o tres veces por la tienda para distintas pruebas. Maison Bonnet produce algo más de un millar de modelos anuales, más del doble que hace solo 10 años.
Con este giro estratégico, la casa logró poner fin a sus 20 años de travesía del desierto. A partir de los ochenta, las gafas a medida dejaron de estar de moda. “Lo que se quería eran modelos de usar y tirar. Se pusieron de moda esas ópticas en las que uno se encuentra con cientos de modelos listos para llevar y no sabe ni qué elegir”, resume Franck Bonnet. Su padre, Christian, se planteó cerrar el negocio. E insistió en que no se metiera en un oficio para el que no veía futuro. “Estaba convencido de que era el final”, recuerda. “Pero yo sabía que algún día volveríamos a estar de moda. Y no me equivoqué: hemos entrado en una nueva edad de oro de los productos a medida”.
En 2000, Christian Bonnet recibió el título de maître d’art por parte del Estado francés, accediendo al pequeño círculo de creadores que cuentan con esta distinción —solo 74 en todo el país—, que reconoce el savoir faire de los maestros de la tradición artesana. Además, una exposición impulsada por la familia Rothschild puso de relieve su patrimonio. El apellido Bonnet volvió a sonar en todas partes. “Pertenecíamos al viejo mundo, pero acabamos regresando durante el cambio de milenio. Maison Bonnet encarna la esencia del lujo del mañana”, dice el heredero.
Su equipo es extremadamente joven y no siempre tiene gran experiencia. Muy pocos superan la treintena. Por ejemplo, ahí está Léo, de 29 años, el burlón jefe de atelier, un nieto de albañil al que Bonnet fichó mientras todavía estudiaba, como sucede con muchos de sus reclutas. “Voy a buscarlos a un liceo profesional público que está especializado en la óptica. No quiero a niños de papá de buena familia a los que les paguen escuelas privadas, sino a los que han trabajado duro para ser los mejores”, dice Bonnet.
A pie de calle, al otro lado del discreto pasaje, un técnico llamado Michel maneja varias limas para terminar una montura ovalada a ritmo de hip-hop. “Para todo trabajador en este sector es un sueño formar parte de una casa como esta. Aquí, cada día te encuentras con un desafío diferente”. Si Bonnet prefiere a los jóvenes es porque todavía son “maleables” y pueden adaptarse mejor a la cultura de la firma, que impone un trato sencillo y relajado, desprovisto de la ridícula afectación de ciertas casas de lujo en la capital francesa. “Cuando llegué, hace cinco años, me dio cierto miedo. Creí que iba a ser como trabajar en una tienda de Chanel. En realidad, el ambiente es muy familiar y distendido. Tratamos a todo el mundo igual y nos da lo mismo si son millonarios o gente de la calle”, dice Cécile, la directora de la tienda, a cargo de la optometría y las revisiones de la vista.
Reza la leyenda que, hace algunos años, el actor Ben Affleck se presentó en Maison Bonnet para comprarle a su compañera las mismas gafas que lució Jackie Kennedy en los setenta. Le tuvieron que responder que no iba a ser posible llevárselas. “No vendemos nada sin que la persona se lo haya probado antes”, zanja Bonnet. “En realidad, decimos mucho que no, prácticamente cada día. También a aquellos clientes que insisten en comprarse gafas que no les sientan bien. Luchamos por convencerlos y les proponemos alternativas hasta que entran en razón. Son ellos los que nos representan frente al mundo. No soportamos que se marchen con algo que no se ajusta a nuestra definición de excelencia”.
Fuente: Elpais.es (13/10/19) Pixabay.com