En el escaparate de la farmacia Morelli, en la zona de Rialto, hay un rótulo que informa del número de residentes en Venecia: 56.683.
En 1951 eran 174.800 y, si el éxodo continúa al ritmo actual –más de un millar de bajas al año–, no falta mucho para que la ciudad de los canales se convierta oficialmente en lo que ya parece: un parque temático –sin duda el más bello del mundo— visitado cada año por 22 millones de turistas, donde sus únicos residentes son ricos riquísimos que solo aparecen por la ciudad un par de veces al año y ancianos aislados en casas húmedas de escaleras empinadas, testigos de la muerte civil de una ciudad que el pasado miércoles recibió un gran golpe moral. Su alcalde y otras 34 personas –políticos de derechas y de izquierdas, empresarios, jueces y hasta todo un general de la Guardia de Finanzas— fueron detenidos bajo la acusación de formar parte de una trama de corrupción para enriquecerse con las obras del Moisés, la gran obra de ingeniería con la que se pretende librar a Venecia y a la laguna de las grandes mareas. El agua alta es también agua sucia.
Una marea de corrupción que no solo se ha llevado por delante el prestigio de Giorgio Orsoni, el acalde del Partido Democrático (PD), o ha confirmado los malos pasos del diputado de Forza Italia (FI) Giancarlo Galan, dos veces ministro de Silvio Berlusconi y expresidente de la región Veneto, sino que ha anegado también viejas instituciones en las que los altivos habitantes de la antigua República de Venecia tenían puestas toda su confianza. Dos altos representantes de la Magistratura de las Aguas, el organismo que desde 1501 se dedica a proteger la laguna, han sido también acusados por la fiscalía de recibir mordidas. Por tanto, además de la honradez de toda una casta dirigente, también queda en entredicho la capacidad de las 78 compuertas –cada una de 270 toneladas—para frenar las mareas. Algo que ya venía poniendo en duda George Umgiesser, especialista en cambio climático del Instituto de Ciencias Marinas.
“Ya veremos si funciona”, duda Umgiesser, “pero lo que sí estaba claro es que había algo podrido detrás de una obra tan cara, mucho más costosa que las barreras móviles de San Petersburgo, que cuestan 30.000 millones de euros y miden 20 kilómetros”. El Moisés –que en egipcio antiguo significa “salvado de las aguas”– de Venecia ya va por 56.000 millones de euros, cinco veces más de los proyectado por el Consorcio Venecia Nueva, que también aseguró que las obras estarían terminadas en 2011 y ahora ya las fían para 2017. Entre tanto, la ciudad de las 118 islas unidas por más de 400 puentes sigue despoblándose sin que la política local –más preocupada por asuntos menos confesables— sea capaz de encontrar una fórmula de equilibrio entre la explotación masiva del turismo y la conservación del alma de la ciudad. Un éxodo que comenzó con las desastrosas inundaciones de 1966, cuando la plaza de San Marcos –uno de los puntos más bajos de Venecia—quedó sepultada bajo metro y medio de agua y los cimientos de toda la ciudad sufrieron grandes daños. De los 121.309 habitantes de entonces, solo quedan los 56.683 que certifica el rótulo luminoso de la farmacia Morelli.
La ciudad es visitada cada año por 22 millones de turistas, mientras que los vecinos se ven obligados a emigrar
No es fácil permanecer en una ciudad golpeada por la especulación. En el centro histórico, el metro cuadrado residencial oscila entre los 6.000 y los 8.000 euros y el alquiler de un piso de 80 metros cuadrados no baja de los 2.000 euros al mes. “La gente también escapa”, explica Bruno Fillippini, asesor municipal sobre políticas de residencia, “porque los únicos trabajos que ofrece la ciudad son los de camareros o mucamas. Hasta hace una década, los artesanos del mármol, la piedra, el oro y el bronce sostenían la economía”. Hoy Vencia vive del turismo masivo. Cada año visitan la vieja ciudad 22 millones de personas y la tedencia va en aumento. Según Fillippini, para el año próximo se esperan 10 millones más de personas, que desembarcarán en la ciudad atraídas por la cercanía de la Expo de Milán: “Hemos llegado a pensar en eliminar el carnaval, porque la gente es demasiada”.
Y, como contraste, hay algunos barrios que parecen ya una tumba. No hay ni un solo residente. Si acaso una anciana señora, ecerrada en su piso esperando que un vecino le suba la leche o el pan. “Hay una gran población con más de 60 años que no socializa porque las casas son viejas y no pueden bajar las escaleras”, dice Fillippini. Un panorama aún más oscuro en la opinión de Michele Gottardi, profesor de Historia en la Universidad Ca’ Foscari: “Muchos esperan a que muera la abuela para alquilar la casa o convertirla en un bed and breakfast [en los últimos años 706 apartamentos han sido transformados en posadas con desayuno mientras que solo 316 de los 3.000 ciudadanos que lo solicitaron lograron un alquiler público]. La ciudad se ha convertido en una especie de parque temático en la que los venecianos somos una especie cada vez más rara”.
Dejar una contestacion