¿En qué momento la innovación deja de ser interpretada como tal, y pasa a ser clasificada como doping tecnológico? La respuesta resulta enormemente compleja, y lo prueban dos ejemplos muy conocidos, uno de hace algunos años, y otro muy reciente: el bañador de competición Speedo LZR Racer, y las zapatillas Nike Vaporfly 4%.
En ambos casos hablamos de procesos de innovación que han dado como resultado la ruptura de récords mundiales por parte de algunos de los deportistas que tuvieron acceso a los productos resultantes. En 2008, la salida al mercado de los bañadores – más bien, maillots de cuerpo entero – LZR Racer de Speedo, y de todos los imitadores que surgieron rápidamente, cayeron más de 130 récords mundiales, incluidos los siete de Michael Phelps durante los Juegos Olímpicos de Beijing. La innovación en los materiales utilizados en la confección del bañador daba lugar, según la mayoría de analistas, a cambios en la flotabilidad de los nadadores y a sustanciales mejoras en la hidrodinámica. Según algunos estudios, el uso de esos bañadores daba lugar a una mejora en los tiempos que podía estimarse entre el 1.9% y el 2.2%. Finalmente, tras diecisiete meses de uso en competición, la FINA decidió prohibir ese tipo de bañadores por considerarlos doping tecnológico, y lo hizo limitando las dimensiones, materiales y algunos aspectos más de la prenda.
Hace algunos meses, vivimos otro episodio similar: en un evento patrocinado por Nike, dos deportistas, los keniatas Eliud Kipchoge y Abraham Kiptum, lograron batir los records mundiales de maratón y de media maratón utilizando unas zapatillas Vaporfly 4% de Nike de brillantes tonos anaranjados. El propio nombre del producto incorporaba el 4% como cifra que los estudios afirmaban que podía mejorar las prestaciones de los corredores, resultado de un proceso de innovación que incorporaba una serie de materiales que proporcionaban a la zapatilla un peso mínimo y una serie de propiedades elásticas. Según los estudios, una placa de fibra de carbono en la suela de la zapatilla posibilita una pisada más eficiente, en lo que algunos pensaron inicialmente que podía ser un cierto «efecto muelle» que podría ser calificado como de una ayuda irregular. Sin embargo, estudios adicionales demostraron que la zapatilla no actuaba como un muelle ni generaba un empuje adicional, sino que alteraba ligeramente la forma en que el deportista corría, de manera que reducía la cantidad de actividad muscular alrededor de los tobillos y en los pies, disminuyendo la cantidad de energía que quemaban con cada paso y haciéndolos más eficientes. En realidad, y según esos estudios, la zapatilla actuaba más como una palanca (en principio permitida) que como un muelle (potencialmente ilegal), lo que posibilitó que el órgano de gobierno a nivel mundial del atletismo, World Athletics, tras estudiar la situación, decidiese no prohibir esas zapatillas de cara a los próximos Juegos Olímpicos de Tokio de este verano.
Dos procesos de innovación aparentemente similares, pero dos resultados radicalmente distintos. Si lo pensamos, además, la cuestión se complica cuando introducimos las circunstancias de los participantes: los deportistas de élite suelen contar con contratos de patrocinio exclusivos de marcas de equipamiento deportivo, lo que implica que, si el uso de unas zapatillas de una marca determinada puede llegar a suponer una mejora de un 4% de eficiencia, pero tan solo algunos de los participantes pueden acceder a ellas porque otros se encuentran vinculados a otras marcas, los resultados de la competición podrían verse adulterados.
Desde el punto de vista estrictamente tecnológico y de innovación, la cuestión es sin duda compleja: generalmente, la innovación trata de optimizar una variable determinada – en este caso, la eficiencia del esfuerzo del deportista – y lo hace marcándose para ello unos límites determinados. En el caso del deporte, no cabe duda de que hilamos ya de manera extraordinariamente fina – efecto muelle no, efecto palanca sí – y que los criterios y decisiones finales, además, son marcados por federaciones o reguladores diferentes según la disciplina, lo que aporta una variabilidad y una arbitrariedad difícil de prever.
Sin duda, si un nadador o un atleta de hoy viajase en el tiempo y apareciese en una competición de hace varias décadas, el resultado sería prácticamente demoledor, y sería visto prácticamente como un héroe de ficción. Una parte importante de esa mejora puede ser debida a mejores sistemas de entrenamiento, a un nivel mayor de disciplina o a la posibilidad de obtener mayores grados de libertad gracias a unos ingresos mayores, pero otra, indudablemente, tiene que ver con la tecnología. La frontera entre lo que permite a una persona correr o nadar más rápido y lo que se considera que adultera la competición o el deporte como tal es, según parece, cada vez más fina. Veremos si tras los Juegos Olímpicos de Tokio, no vemos un cambio de criterio.
Fuente: Enriquedans.com (5/2/20) Pixabay.com