Este es el invento de un navarro (y un fraile) para acabar con la ‘España quemada’

«Eso es veneno puro. Se agarra ahí y luego a ver quién lo quita». El lamento lo pronuncia, mientras levanta un dedo acusador contra la mala hierba, uno de los veteranos de Alcoroches que suele subir de tanto en cuando al monte que escolta el municipio. Es probable que no les suene lo más mínimo este cuasi ignoto lugar. De una de las paredes de su ayuntamiento cuelga un cuadro que reza ‘Guadalajara profunda’. «Aquí somos apenas cien personas viviendo. Dos niños en la escuela y dos en el instituto. Para que te hagas una idea… todos somos autónomos, porque nadie viene a darnos empleo», cuenta Laura Jiménez, hasta este sábado alcaldesa en funciones. Es un pueblo de la ‘España vacía’, un asunto ahora caído en el olvido pero repetido hasta la saciedad en campaña. Pero también es un pueblo de la ‘España quemada’.

En agosto de 2012, el fuego llegaba a las puertas del municipio. Devoró 1.200 hectáreas tras poner en jaque a estos vecinos y a los de Chequilla y Checa. Gran parte de lo que se convirtió en cenizas era terreno del parque natural del Alto Tajo. «Han pasado casi siete años y aquí, excepto maleza, no ha crecido nada», explica Javier Sánchez. A su alrededor aún resisten en pie árboles carbonizados a pocos metros de otros, más vigorosos, a los que las llamas no llegaron a tocar. Por el suelo, entre brotes verdes se ven troncos tumbados, ennegrecidos, que dan fe de lo que allí ocurrió. Señala a la colina de enfrente. «Antes todo era como aquello». Poco más allá de las marcas que hicieron los ‘bulldozers’ de la Unidad Militar de Emergencias, se levanta un generoso pinar. «Esperemos que en pocas décadas esto recupere su esencia».

Sánchez es cofundador de CO2 Revolution, una pequeña ‘startup’ de origen navarro, de apenas año y medio de edad y seis empleados. Tras cinco meses de trabajo han conseguido sembrar 1,6 millones de árboles en la zona, un proceso para el que se han aliado con LG, que ha cubierto gran parte de la factura del proyecto. «Hacer esto manualmente sería un disparate. Imposible. Por no tener en cuenta lugares a los que no podemos acceder a pie», remata. Ellos se han valido de un dron (solo un porcentaje mínimo se ha hecho a mano), una buena base de datos y una ingente cantidad de semillas inteligentes desarrollados por ellos mismos y potenciadas en el laboratorio. Semillas que se lanzan «ya germinadas» aumentando hasta en un 80% las probabilidades de que echen raíces.

«Con esta tecnología podemos afrontar reforestaciones por una décima parte de lo que cuesta el actual sistema, en la que los gastos se disparan por tener que comprar las plantas, luego necesitas mucha mano de obra y hay espacios, como barrancos o colinas, donde no se puede llegar», cuenta Juan Carlos Sesma, el joven navarro al que se le ocurrió la idea. Fue allá por 2012 cuando vivía en Colombia, a donde se desplazó por trabajo.

«Fue una época de grandes incendios. Ahí empecé a darme cuenta y ser consciente del asunto del cambio climático y el ascenso de la temperatura». La decisión llegó durante «su primera Navidad» lejos de los suyos. «Es la típica crisis existencial, cuando echas de menos a la gente, en la que decides dar impulso a una de estas ideas y sacarla adelante».

«Yo siempre me he dedicado a la optimización de procesos. Y esta tecnología es lo que pretende: optimizar la reforestación, haciéndola más efectiva y menos costosa», remata Sesma. Regresó a Mélida, su localidad natal, hace cinco años. Complementaba el trabajo como jefe de zona de una conocida cadena de supermercados (allí conoció a Javier, quien a la postre se enrolaría con este proyecto) mientras avanzaba poco a poco en CO2 Revolution. En esta fase de ideación encontró un curioso aliado: el hermano Enrique. Se trata de un fraile del

«Él es el que se encarga del huerto y el invernadero. Al final, tienes que ir a buscar a los que más saben. Y no solo es lo que Enrique sabía, sino todo el conocimiento acumulado durante generaciones en la congregación». A cuatro manos empezaron a dar forma a una primera semilla que plantaban «pregerminada». Estas probaturas empezaron en 2016. «Era una versión 1.0 pero nos sorprendió mucho el resultado», cuenta.

En unas semanas, trasplantaron los primeros esquejes al exterior. Probaron con una gran variedad de plantas, pero una variedad del «chopo» se llevó la palma. Al siguiente curso tuvieron que talarlos porque habían crecido demasiado. «Medían más de dos metros y medio. Ahí está la estación meteorológica más antigua de Navarra y, claro, alteraban los resultados con la sombra», recuerda Juan Carlos en clave anecdótica. El guiño a esta colaboración se refleja en el logotipo de CO2 Revolution: el árbol es el mismo del escudo del Monasterio.

A partir de ahí la idea empezó a tomar cuerpo. Se unieron entonces su pareja, Gloria Herrero; su hermano José Javier, como director técnico. Junto a Javier Sánchez, socio minoritario y responsable de operaciones, constituyó la empresa en febrero del año pasado. «Ahora ya empezamos a valernos por nosotros mismos, como quien dice. Pero hasta hace seis meses hemos tenido que invertir muchos ahorros personales y renunciar a muchísimas cosas», asegura Serna en una llamada desde México, donde se encuentra de ‘tourné’ para establecer contacto con las autoridades locales.

«Este del Alto Tajo es nuestro mayor proyecto, pero también hemos hecho otros», explica Sánchez en Alcoroches. «Principalmente han sido en Navarra, pero también Cantabria. Aquí tenemos el reto de que esto es un clima mucho más seco», remata. El último verano comenzaron los trámites de cara a los permisos y cuando habían empezado a echar a andar se encontraron con Jaime de Jaraíz, presidente de LG España, que tras una traumática experiencia en el mar tiempo atrás con una gota fría convirtió la batalla contra el cambio climático en una obsesión personal y profesional.

«Bastó una reunión» —cuentan los colaboradores del directivo— para lograr que soltase el apoyo, una partida incluida dentro de la campaña social emprendida por la compañía en este sentido.

Una campaña, bautizada ‘Smart Green’, que quiere saldarse con 47 millones de nuevos árboles replantados cada curso en España. “Eso sale a uno por español”, explica el directivo de la compañía, que ha puesto una serie de retos virales al estilo de la esclerosis múltiple pero que en lugar de tirarse un cubo de agua con hielo consiste en desafiar a plantar. La visibilidad que le han dado es tal que a su último teléfono, el G8, le han puesto este apellido.

Eso tuvo un efecto similar a la hormona del crecimiento para las intenciones de esta pequeña ‘startup’. Además de las semillas inteligentes hay otra parte fundamental para que CO2 Revolution haya, nunca mejor dicho, levantado el vuelo: Wenceslao Sáez. Ingeniero industrial y piloto profesional de drones, este mallorquín ha creado y diseñado partes fundamentales del mecanismo para sembrar desde el aire. Entre ellas, el dispensador de semillas, que cuenta con dos motores, que él mismo se montó con una impresora 3D.

«No fue fácil. Hay que cuidar hasta el mínimo detalle. El ángulo de la curvatura del depósito tiene que ser de 33,4 grados. No puede ser 33,2 ni 33,5», explica a modo de ejemplo. La nave, en cuestión, es un modelo profesional de DJI, el mayor fabricante mundial, al que le han hecho ligeros retoques para optimizarlo. Cada vuelo, de unos 8 minutos de duración, le da como para cubrir «entre tres y cuatro hectáreas». Gracias a los datos, el software tecnología que han patentado —y de la que revelan pocos detalles— pueden etiquetar cada grano y ubicarlo milimétricamente. Poco importa que en cada vuelo suelten hasta 9.000 disparos.

Si en el futuro necesitamos aplicar algún producto o realizar cualquier acción, sabemos exactamente a qué punto acudir con el dron». Una máquina, el dron, que ahora actualizarán con un modelo que resista también la lluvia para «no retrasarse en estas condiciones».

El análisis de datos juega también un papel crucial. «Para ubicar las semillas utilizamos, entre muchas otras cosas, los datos típicos de un vuelo así como los datos del GPS», cuenta Pablo Vargas, desarrollador del software. El proceso es sencillo. El primer paso son vuelos de reconocimiento del terreno de actuación, el cual mapean con la cámara del móvil (un G8 en este caso) que cuelga del dron con un ‘gimbal’ (un aparato para asegurar la estabilización a la hora de captar imágenes).

Cuando tienen esos planos, cruzan «información del terreno, las precipitaciones, temperatura y otros» para decidir el tipo de especie que plantarán. En este caso, ha sido exclusivamente pino, que tiene sus particularidades. «Si lo plantas en verano, tienes que esperar que pase el invierno y unos cuantos meses más. Sin embargo, nosotros sometemos a fases de estrés de frío y calor para acortar esos tiempos», apunta Sánchez.

El muérdago como ejemplo

Actualmente la semilla que utilizan está recubierta y encapsulada en una pequeña bola inorgánica, que protege de que diferentes animales se las coman y se facilita la plantación al lanzarse pregerminada. Sin embargo, ya trabajan en una nueva generación. Y aquí ha entrado en juego una nueva compañera de viaje: la biotecnóloga María Peñas de la firma también navarra, Recombina Biotech. «Cuando vinieron al laboratorio tardamos un día en ponernos manos a la obra, a hacer pruebas con polímeros», explica. Ya tienen un prototipo que está dando resultados muy positivos en entornos controlados doblando la eficiencia de las semillas desnudas.

El modelo que están siguiendo para crear este prototipo es el del muérdago. «En el caso de esa planta, la semilla tiene un recubrimiento natural que le aporta nutrientes», explica Peñas. Ella y sus compañeras han conseguido, a partir de muestras de tierra de la zona, aislar hongos y otros microorganismos que ejercen como probióticos para facilitar el proceso. Le han dotado de una película que mantiene el grano rodeado de una especie de gel húmedo que, entre otras cosas, contiene un biofertilizante de extractos naturales. «El objetivo es triple. Por una parte, proteger de la desecación durante varias semanas y de otros elementos externos. Por otro, dar aportes nutritivos extra. Y, por último, acelerar la generación de la plántula». Ahora están introduciendo variaciones en este prototipo para poder incorporarla a los procesos de trabajo lo antes posible. «Así aumentaremos nuestra eficiencia. Aquí en el Alto Tajo ya estamos viendo un gran resultado. Ahora toca esperar. El árbol tarda 30 o 40 años en alcanzar su máxima altura. Nosotros llegamos donde llegamos. El resto es cosa de la naturaleza«, remata Sánchez.

Fuente: Elconfidencial.com (16/6/19) Pixabay.com

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