El robo del Códice, la última ‘chapuza’ del operario de la Catedral de Santiago, destapó la historia desconcertante de un hombre que hurtó a diario durante dos décadas por el afán de a horrar.
El juez se equivoca. No sabe cómo es Manolo. A Manolo lo conocemos nosotros, desde niño, y no tenía que estar en el trullo: tenía que estar en un psiquiátrico”. En San Xoán de Ortoño, el pueblo precioso y pétreo en el que nació el electricista más famoso de España, el autor confeso del robo del Códice Calixtino, los vecinos van engordando día a día con recortes de prensa sus particulares dossieres sobre el suceso. Y el desaliento cunde, porque de momento no han visto a ninguna autoridad que confirme una teoría que ellos tienen por infalible. Manolo era así porque lo heredó “en los genes”, insisten una y otra vez los del pueblo, se pregunte a quien se pregunte. Lo de coger de aquí y de allá estaba en su cabeza, como antes lo estuvo en la de su padre, que con el tiempo “desvarió” y se construyó una chabola con paredes de lata, de bidón reciclado, para guardar todo tipo de enseres inútiles que iba recolectando por campos y cunetas. “El señor José andaba por ahí, cantando alabanzas al Señor” y cosechando tesoros para una colección sin fin.
Él era el patriarca de la casa de Os do Rego, en castellano Los del Arroyo, que es como se les sigue llamando en Ortoño (Ames, A Coruña, a 20 kilómetros de Santiago) a los miembros de la familia Fernández Castiñeiras, José el padre, Lola la madre, una hija y dos hijos de entre los que “el más parado” acabó haciendo chapuzas en la catedral. La casita familiar, más pequeña que otras muchas del lugar pero de piedra, no de lata, salía adelante gracias a los desvelos de Lola, una mujer “trabajadora y limpia” que mantenía a los suyos vendiendo leche en Compostela.
El marido y la niña le ayudaban a recogerla por los establos de la comarca y luego ella la llevaba a la ciudad. Iba de puerta en puerta, y entre esos aldabones que golpeaba estaba el del Palacio Arzobispal. Era la lechera proveedora del jefe de la Iglesia gallega y, como tal, un día se atrevió a pedirle al arzobispo un trabajo para su hijo Manolo. Llegados a este punto, a los lugareños les bailan las fechas. La historia es siempre la misma, pero no saben concretar si fue Suquía o fue Rouco (el relevo del uno al otro se produjo en 1984) el que le abrió la puerta de la catedral al que más que como electricista entró como chico para todo.
José Manuel Fernández Castiñeiras, Manoliño do Rego, había trabajado antes en una fábrica de sillas de la localidad de Bertamiráns (cabecera del mismo municipio de Ames, que también comprende a Ortoño y a O Milladoiro, el lugar en el que permaneció cautivo un año el códice), y la verdad es que sus compañeros de sierra y torno apenas saben nada de él. Es, ante todo, un hombre reservado y tranquilo, que va a lo suyo y despacha con pocas palabras a quien le pregunta. Nunca fue sociable, dejó la escuela a los 14 y luego ya no compartió mucho con los demás chavales. “A la sala de fiestas a la que íbamos todos, él no iba”, recuerdan algunos vecinos en el estanco Do Santo, “no hablaba nada, no sabemos cómo llegó a conocer a su señora”.
Manuela Remedios Nieto Mayo, que esta semana fue puesta en libertad con cargos, como presunta cómplice de los hurtos y el blanqueo de capitales de su marido, es una mujer de Negreira, otro municipio próximo a Santiago, que trabajaba de costurera hasta hace poco tiempo y siempre ha sido bastante más comunicativa que su marido. Cuando pudo, aproximadamente en el momento en que Manolo entró a trabajar en la catedral, la pareja dejó la casa familiar de la chica (registrada estos días, con el hallazgo de parte del botín) y compró un pisito a cinco kilómetros de la basílica; en una de esas primeras promociones de los ochenta al borde de la carretera que hicieron de O Milladoiro un adefesio en línea recta.
En el edificio, ahora ennegrecido por el tráfico y la humedad, había pisos más grandes y más pequeños, y los Fernández (o Los Manoliños, como se les conoce entre el vecindario del inmueble) se quedaron con uno de estos últimos, un primero con vistas al asfalto de unos 80 metros cuadrados. El martes, cuando abandonó la cárcel de Teixeiro (A Coruña), Manuela Remedios, de 59 años, volvió al modesto domicilio conyugal para rescatar los canarios. Los dos pájaros que vivían enjaulados en la cocina y eran el primor del patio de luces habían ido perdiendo ese trino espectacular que tanto sorprendía a los residentes, y apenas si piaban ya. Desde la mañana del miércoles no suena la música y las persianas del primero permanecen bajadas. “Vino para llevarse los animalitos, porque la policía no les dio de comer”, informan en el ascensor dos de los vecinos que al día siguiente de las detenciones descubrieron un bulto sospechoso en el patio de luces.
Se trataba del último maletín que buscaban los agentes. Contenía los 600.000 euros que, después de incautarse de otros 1.200.000 en O Milladoiro y Negreira, habían ido a buscar al garaje en el que, por pura casualidad, envuelto en bolsas, papeles y cartones, encontraron el Códice. Nadie comprende en el edificio de la Avenida Rosalía de Castro cómo Manuel Fernández Castiñeiras, que ya había cumplido los 60, lloraba tanto el dinero con la fortuna que almacenaba. Porque sí, se ha dicho que planeaba la adquisición de un chalé de 300.000 euros, y que el apartamento de Sanxenxo (Pontevedra) y el piso del hijo (frente al suyo, en O Milladoiro) los había abonado a tocateja. Pero tenía un coche de matrícula antigua, un Xantia que se aproximaba a las dos décadas, y los últimos días se quejaba con quien hablase de lo mucho que le pedía el taller por el arreglo. “Llevaba la parte de adelante colgando. El mecánico le decía que el coche necesitaba que le metiesen mano porque era viejo, pero él no se decidía porque le pedían mil y pico euros”, cuenta otra conocida.
Manolo mantenía desde hace años un enfrentamiento con la comunidad de propietarios. “Llevaba siglos sin pagar los recibos, y ya no iba a las reuniones, pero a la última que tuvimos sí que se presentó”, relata un vecino de uno de los pisos más altos. Quiso tomar la palabra, y algunos propietarios le dijeron que “si quería hablar tenía que pagar lo que debía”. Entonces, “abrió la cartera y sacó un billete de 500 euros”. No era suficiente para saldar la deuda, pero bien valía como adelanto y le dejaron expresarse. El electricista jubilado había asistido a la convocatoria porque estaba harto. No quería que el edificio siguiese contratando los servicios de la gestoría que había llevado las cuentas toda la vida. “Hay que cambiar”, dijo Manoliño, porque esta les cobraba una cantidad inadmisible. “Cada familia paga cuatro euros al mes”, aclara otra vecina de más arriba que no da crédito a la tacañería del insospechado vecino millonario.
El menos resuelto de los hijos de Lola y José do Rego parecía tener una necesidad casi fisiológica por atesorar, y a él no se le dio por las tuercas y los trastos. A él, lo que le interesaba era levantar un muro de fajos de billetes bien planchados, y en ese afán pasaba sus días. Cuando se decidió a restaurar las vetustas casas de su esposa en Negreira, a invertir en ladrillo nuevo e incluso, en un exceso, a comprarle un Ibiza a su hijo, fue seguramente por contentar al chico y a Manuela Remedios, con la que formaba una pareja unida, a lo peor por los secretos que compartían. Quizás gastó parte del botín por demostrar a los suyos de lo que era capaz un hombre al que casi todo el mundo describe como un ser “sin iniciativa”, aunque el juez diga que es “audaz”.
Manuel era un animal de costumbres, rutinario, monótono; pero algo desconcertante y apasionado había en su personalidad y en su relación con los jefes de la Iglesia para tropezar como tropezó. Se sabe ya que, cuando al final torció su lucrativa carrera robando el códice, lo hizo cegado por una insaciable sed de venganza contra José María Díaz, el deán de la catedral. Existía una relación humana entre este canónigo adusto, responsable como archivero de la custodia del manuscrito del siglo XII, y el chapuzas enfundado en mono azul que conocía al milímetro todos los lugares secretos del templo. Lo que de momento nadie aclara son las circunstancias del desencuentro que al final tuvo que haber más allá de la cuestión económica.
El día en que fue detenido, se informó de que Fernández Castiñeiras había salido de la catedral de malos modos y que reclamaba a los canónigos una deuda de 40.000 euros. Ahora el cabildo admite que, efectivamente, cuando decidió romper relaciones con su electricista de toda la vida este le presentó una serie de facturas por varios trabajos defectuosos e incluso inexistentes. Pero la cifra que reconocen los curas es muy inferior a la reclamada, y además, los casi dos millones de euros robados cubrían de sobra los agujeros. Entre 2005 y 2006, el gobierno de la seo compostelana fue poco a poco prescindiendo de los servicios del autónomo. Según la versión oficial de la Iglesia, a Manuel lo apartaron cuando “empezó a hacer arreglos que nadie le encomendaba”, “a presentar presupuestos descabellados” y a utilizar para sus chapuzas “materiales de desecho, en un abuso total de confianza”.
La Catedral de Santiago niega que entonces sospechase de él en relación a los robos que, precisamente por aquellas fechas, arreciaron en el templo. “Se detectaron desfases” entre los libros contables y las cantidades apiladas en la caja fuerte. Poco después se instaló una cámara apuntando al dinero que enseguida apareció rota, y después se optó por cambiar el depósito de seguridad por otro nuevo. A partir de 2006, los jefes de la basílica comenzaron a reforzar un sistema de protección que todavía está “en pañales”, según reconoce un responsable del templo.
En los buenos tiempos, el electricista deambulaba a sus anchas, escalera en mano, no solo por la catedral, los claustros y edificios que forman parte del conjunto monumental. También trabajaba cambiando bombillas y haciendo empalmes en el kilométrico cableado del seminario y en todas las propiedades del archipoderoso cabildo, que son muchas en la capital de Galicia, y acudía a los domicilios de los curas de la diócesis que lo llamaban. “Tenía llave absolutamente de todo”, confirma Daniel Lorenzo, canónigo fabriquero, presidente del tribunal eclesiástico y miembro más joven del gobierno catedralicio. A lo que no quiere contestar el religioso es a la pregunta de quién le proporcionó el manojo. “Fue haciendo réplicas”, dice, sin aclarar cómo Manoliño do Rego pudo tener acceso a la llave del códice, de la que únicamente existían tres copias, y sobre todo a la de la caja de seguridad donde la catedral guarda sus ingresos en papel (las sacas de monedas, después de contadas y puestas en carretillas por tres operarios, son cargadas cada tres días en el furgón blindado de una empresa de seguridad). De este espacio blindado, según Lorenzo, “no hay más que una llave que se transmite de administrador a administrador. Manuel tenía una gran habilidad para sustraer y cambiar cosas de sitio, y solo él nos va a poder contar qué persona le dejó hacer la copia”.
El trabajador tenía varios escondrijos en la catedral. Su favorito era un cuartucho del que se adueñó en la torre de La Carraca, la izquierda según se mira la fachada del Obradoiro. Nadie más sube allí. La carraca, un mecanismo sordo que sustituye a las campanas el Viernes y el Sábado Santo para representar el duelo por la muerte de Cristo, pasó años averiada y casi olvidada. Los policías localizaron en el habitáculo objetos desaparecidos y unas llaves marcadas con la palabra “Archivo”.
Durante varios años, que también coinciden con el momento en que la relación con la Iglesia se fue enfriando, Fernández Castiñeiras anotó a diario las cantidades hurtadas y al final de cada periodo hacía balance con boligrafo rojo. Era su particular contabilidad empresarial. No se ha confirmado aún si todo el dinero hallado en sus casas provenía de la catedral, pero lo que el juez afirma es que “de los cepillos no era”. “Fue un trabajo de hormigas”, describe el magistrado encargado de la investigación, José Antonio Vázquez Taín, titular del número 2 de Instrucción. Aunque aún no se sabe cuándo empezó a robar, por el contenido sus diarios, cargados de números, de euros y dólares de peregrinos piadosos, se concluye que el electricista lo hizo de forma continuada y cotidiana sin temblarle el pulso. Cuando faltó el Libro de las Horas, la catedral puso una denuncia pero no desconfió de él. Al desaparecer el Códice, según reconoce ahora el canónigo fabriquero, fue cuando se convirtió en el principal sospechoso. De esto y de lo demás.
En la calle, en cambio, casi nadie sospechaba de él. El día que se presentaron en el portal de su edificio tres señores de corbata, algún vecino pensó que eran simples ejecutivos de medio pelo, clientes del piso de citas que funciona en el inmueble. Pero resultó que eran agentes de la policía nacional que venían a detener a una familia del primero supuestamente aburrida. Ahora el prostíbulo, uno de tantos entre los que van surgiendo últimamente en O Milladoiro, ha notado una bajón en sus ingresos porque tanta presencia de las fuerzas del orden ha espantado la demanda. Y mientras, los vecinos hablan y atan cabos. Recuerdan, por ejemplo, el día en que un suministrador de material eléctrico bromeó con el ladrón confeso del Códice: “Manolo, ¿no serías tú?”. Y este le contestó tan pancho: “Sí, ¡claro que fui yo!”.
En otra ocasión unos policías le preguntaron: “Manuel, ¿no habrán quemado el Códice…?”. Y, en un desliz, él respondió que no, que qué va, que estuviesen tranquilos que la joya de la catedral estaba “en buenas manos”. Con su vida invariable y modesta, su escasa afición a las charletas, su aplomo y su disimulo, pasaba inadvertido para la mayoría. Se convirtió en el principal sospechoso de los investigadores ya el año pasado, pero el seguimiento duró meses, porque apenas nada le delataba.
Por la mañana, de lunes a jueves, misa de madrugada en una capilla de la catedral y café con leche en la terraza La Quintana, junto al templo. Después del desayuno y la lectura de la prensa, otra visita a la basílica y a casa a comer. Por la tarde, hacia las ocho, casi siempre con el mismo polo azul, un vino en solitario o con Remedios en la cervecería Gallaecia de O Milladoiro. Albariño frío y del tiempo mezclado en una copa, siempre igual. En los últimos meses, llegaban a diario, a la vez que él, dos jóvenes que pedían café. Eran sus perseguidores. Tras la detención ya no volvieron al bar.
Fuente: Elpais.com (14/7/12)
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