La alemana Beiersdorf es una potencia europea en productos sanitarios. Con una facturación que en 2017 superó los 7.000 millones de euros, la firma tiene marcas tan potentes como Tesa (especializada en pegamentos y cintas adhesivas), Hansaplast (gasas y curativos) y La Prairie (cosméticos premium, un mercado que crece a ritmos superiores a 10% al año gracias a la demanda asiática). Pero todo empezó con una crema en una lata azul y al vigor de un empresario, Oscar Troplowitz, de cuya muerte prematura se cumplen 100 años.
Procedente de una familia judía de vinateros de la Alta Silesia (hoy en la República Checa) e hijo de un arquitecto, Troplowitz quería ser historiador del arte, pero fue precisamente su padre el que le hizo elegir la carrera de farmacia. Tras concluir los estudios, emprendió su propio camino. Retomó el bachillerato, estudió química, física y botánica en Heidelberg con Robert Bunsen —disciplinas que más tarde le serían útiles en su vida profesional— y se doctoró. Entonces volvió por un breve periodo a su antiguo oficio en la farmacia de un tío suyo en la que hoy es Poznan (Polonia).
Troplowitz quería hacer carrera y buscaba la manera de lograrlo. En 1890 descubrió un anuncio en la Gaceta farmacéutica. Un tal Paul Carl Beiersdorf quería vender el laboratorio que había fundado hacía ocho años en el suburbio hamburgués de Altona, así como un almacén químico farmacéutico, por motivos personales (el suicidio de su hijo). Beiersdorf, que era más científico que empresario, producía en colaboración con un dermatólogo de Hamburgo una gasa adhesiva inocua para la piel que se vendía muy bien.
Con dinero prestado por su tío, Troplowitz se hizo con la empresa, pero no le cambió el nombre: no solo porque, en una época de rampante antisemitismo, era mejor idea mantener un nombre más “gentil” —en 1910, el empresario se convertiría al protestantismo junto con su esposa— sino también porque el empresario creía en serio en la posibilidad de colaborar con Beiersdorf. Pero no funcionó. Troplowitz quería apostar por el naciente negocio de la publicidad, y eso no convencía a su socio: le parecía que era tirar el dinero en charlatanerías poco serias. “Ni tengo ni sé lo que es tener una cuenta de publicidad”, afirmaba Beiersdorf. “Mis anuncios son los estudios científicos de los dermatólogos sobre mis preparados”.
Troplowitz siguió colaborando con especialistas (sin abandonar los antiguos productos, Troplowitz empezó a investigar otros nuevos: jabón, crema, dentífrico), pero su discreta publicidad no le parecía suficiente. Quería llegar a un mayor número de clientes y fue uno de los primeros empresarios en utilizar las superficies publicitarias de los autobuses y en poner anuncios en periódicos y revistas. Contrató a dibujantes y redactores y destinó importantes sumas a la publicidad. En 1913, los gastos publicitarios ascendieron al 18% de la facturación.
Sus carteles eran exigentes desde el punto de vista estético. Hablaban a la razón, pero, sobre todo, a la emoción. Su objetivo era seducir. Para su dueño, la empresa necesitaba liberarse de su imagen clínica; quería transmitir a sus productos el encanto del lujo y la buena vida.
El químico Isaac Lifschütz (1852-1938), también judío, se convirtió en su principal colaborador. Basado en un emulsionante de su propia invención a base de lanolina (cera de lana de oveja), fue el primero en fabricar una crema con propiedades hidratantes. Siguiendo la tradición de la empresa, Lifschütz quiso dar un uso médico al nuevo producto, pero Troplowitz tenía ideas muy diferentes; en contra del criterio de su creador, la presentó como un cosmético para la piel y, sobre todo, de belleza.
Por su blanco deslumbrante, Troplowitz la comercializó como Nivea, un derivado de nivis, la palabra latina para nieve. A diferencia de hoy en día, entonces el bote de la crema no era azul, sino amarillo. Con Nivea, Troplowitz apuntaba a un público de clase media acomodada, y su publicidad iba dirigida a las mujeres.
Un reformista conservador que temía el ascenso de la socialdemocracia, Troplowitz iba a contracorriente de la burguesía de su ciudad, que ignoraba las penosas condiciones sanitarias de muchos de sus trabajadores. Cuando el pionero de la bacteriología Robert Koch visitó la ciudad en 1892 para inspeccionar los barrios de viviendas y las conducciones de agua, se quedó consternado. «Se me olvida que estoy en Europa», declaró.
Troplowitz creía que debía a sus trabajadores una mejora de sus condiciones sociales para evitar la conflictividad. Redujo gradualmente la jornada laboral de sus empleados de 60 horas a la semana a las 48 de 1912 e introdujo las vacaciones pagadas. Además, estableció un fondo de apoyo para casos de accidentes laborales que completaba el seguro médico obligatorio, creó una caja de ahorros, y en 1916 fundó una caja de pensiones, todo ello en el marco de la empresa. A diferencia de lo habitual entonces, no despedía a las embarazadas, sino que incluso abrió una sala de lactancia para mujeres solteras a cargo de una enfermera.
Como muchos otros empresarios prósperos, Oscar Troplowitz también se aficionó al arte. Empezó a comprar obras asesorado por un famoso pintor de la época. Primero adquirió cuadros de artistas del norte de Alemania. Luego viajó a París y conoció el ambiente artístico de la ciudad. Al final, su impresionante colección incluía obras de van Aeist, Corot, Sisley, Renoir, Liebermann, además de La bebedora de absenta, de Picasso, que el artista pintó en 1902, en su época temprana. Muchos de esos cuadros están hoy en la Kunsthalle de Hamburgo.
Cuando, en 1914, estalló la Primera Guerra Mundial, se opuso a ella desde el primer momento. Pero no llegó a vivir el final de la guerra. Murió de una apoplejía seis meses antes de que acabara, el domingo, 27 de abril de 1918, a la edad de 56 años.
Fuente: Elpais.es (2/5/18) Pixabay.com
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