Eduardo Martín, líder sindicalista metalúrgico en Florange (Francia), relata su historia en un libro.
“Nací en Padul, provincia de Granada, en 1963. Mi padre, Antonio, era de allí, y mi madre, Rosa, de Puerto Real. Mi padre siempre estaba en Francia trabajando en el campo, y cuando volvía dejaba embarazada a mi madre. Al sexto hijo, mi madre se hartó y le dijo que nos íbamos con él. Cuando llegamos a Lorraine, yo tenía siete años y medio. No conocía apenas a mi padre, no sabía francés, hacía frío y éramos los únicos españoles de la barriada de Amnéville. Los vecinos venían a vernos como si fuéramos monos. En el colegio fue duro al principio, me daban y yo no contestaba. Pero a final de curso el profesor me ponía de ejemplo, y luego ya crecí un poco y empecé a responder. Y ya no me dieron más”.
Fumando como un metalúrgico —lleva encima tres mecheros—, con su aspecto de galán de la Nouvelle Vague y su acento alsaciano-granadino, Edouard Martin (Eduardo Martín) va contando su vida de emigrante forzoso y obrero especializado con una precisión asombrosa y una voz de hierro, fraguada en 32 años de colada continua en los altos hornos de Florange (norte del país) y de lucha sindical en la central socialista CFDT.
Sentado en una terraza frente a la estación del Este de París, Martin todavía recuerda “la miseria y la sumisión que había en Andalucía” durante la dictadura. “Mi madre se trajo el miedo y el silencio a Francia y siempre me decía ‘en el trabajo no hables, hijo, no llames la atención’. Supongo que leer a Balzac y a Zola me ayudó a detectar las injusticias”.
Después de acabar la escuela republicana, entró en Florange, que entonces se llamaba Sollac Lorraine y funcionaba en régimen de cooperativa. Tenía 18 años. “Yo no quería, pero a los 15 años hice un curso de aprendiz de electromecánica y me ofrecieron entrar en la vieja planta. Sabía que era duro, que se trabajaba fiestas y de noche, pero mi padre decidió por mí. Pagaban bien, el salario mínimo más un 10%. Y cuando llegué me impactó, fue una especie de enamoramiento”.
Martin recuerda “esa luz tan especial, el olor raro de los aceites de laminación, el humo, el resplandor naranja cuando volcaban la rabia de la fundición, el líquido a 1.600 grados de temperatura… ¡Me enamoré de esa fábrica! Los primeros dos o tres años estaba calladito mis ocho horas, pero un día le hicieron una barbaridad a un compañero, solté lo que pensaba y los amigos me dijeron que, ya que sabía hablar, me presentara a las elecciones sindicales. Era 1989. Y ya no me callé más”, ríe.
En estos años, el joven de Padul pasó por todos los puestos de la acería, caliente y fría, se casó y tuvo dos hijos, se divorció y tuvo otro niño —más reciente— y vio cambiar “a peor, a mucho peor” la siderúrgica, el sindicato y el mundo. La semana pasada, Edouard Martin publicaba un libro, escrito a medias con la periodista Marie-Pierre Courtellemont, en el que cuenta esa historia. Y su presencia imponente y su labia le han convertido en una emergente estrella televisiva.
El libro se titula Ne lâchons rien (No soltamos nada), el eslogan de la batalla sindical que durante dos años trató de hallar una solución de futuro para Florange. Como líder del sindicato mayoritario, Martin negoció sin éxito con el dueño de la compañía, el millonario angloindio Lakshmi Mittal, primera fortuna de Reino Unido, sexta del mundo y prototipo del nuevo emprendedor global: patrón de 260.000 obreros en 80 países, levantó su imperio gracias a los préstamos del banco señero del capitalismo actual, Goldman Sachs, del que es consejero.
“Mittal es un tiburón con los dientes hasta aquí, un pachá arrogante que cree que los trabajadores somos súbditos y te hace un favor por pagarte el sueldo”, dice. “Pero sobre todo es un peligro para la industria del acero europea. Ya cerró plantas en Madrid, Bélgica y otros sitios, y en cuanto pueda cerrará Gijón y lo que le dejen. No es un industrial, es un financiero. Se compró Arcelor en 2006 sin poner un duro (sic) propio y desde entonces no invierte casi nada y ha repartido 19.000 millones de dividendos. Sus deudas las pagamos los obreros”.
La negociación fue un calvario con final inesperado. “Mittal sostenía que la parte caliente ya no era rentable, y en 2011 cerró los hornos y presentó un ERE para despedir a 630 de los 2.000 trabajadores. El ministro de Industria, Arnaud Montebourg, encontró un nuevo dueño para la empresa y propuso nacionalizarla temporalmente. Nosotros estábamos de acuerdo, pero François Hollande y su primer ministro, Jean-Marc Ayrault, negociaron con Mittal mantener el empleo directo sin reabrir los hornos y nos jodieron. Esa noche, cuando vi a Ayrault en televisión, solté “¡este puto traidor!”. Sigo pensando lo mismo. Les ha faltado coraje para defender la industria francesa”.
El pulso simbolizó el choque entre el mortecino estatalismo social francés, el casi desaparecido sindicalismo nacional, y el rampante neo u ordoliberalismo que saquea el mundo. Sin lucha en Florange, Edouard Martin piensa en dar el salto a la política. “Necesitamos cambiar el sistema. Nadie está a salvo cuando el dogma es que otras partes del mundo producen más barato. La Europa de la señora Merkel da asco. Los pobres pagan las deudas de sus bancos. Hay que echarle huevos y exigir libertad y bienestar. No podemos seguir viviendo de rodillas”.
Fuente: Elpais.com (14/4/13)
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