El divorcio del siglo que cambiará la Historia: la verdad sobre el ‘decoupling’ de China

No hace falta que salgas de tu casa para que puedas visitar el frente de batalla definitivo de la pandemia del coronavirus. Está en la ropa de tu armario, en la tele del salón y en las mascarillas que ahora guardas en el botiquín. Está en los materiales de construcción del edificio, en algún estante de la despensa y en los juguetes de los niños. Está en las decenas de objetos que usamos cada día y nos recuerdan que China es la fábrica del mundo. Un mundo en el que no hay otra China.

Pero esto de “que nos comen los chinos” ya lo sabías. Hace tiempo que el lejano Oriente está desperdigado por los rincones más íntimos de nuestras vidas. Has sido testigo de su revolución industrial y empresarial en tu propio barrio. Cómo pasaron de los cachivaches y la ropa de saldo en tiendas del todo a 100 a los ‘gadgets’ electrónicos y robótica industrial. De los restaurantes típicos a los bares castizos, de las tiendas 24 horas a los polígonos industriales. Por si acaso te habías despistado, te lo han contado en los periódicos, en la tele, en el cine y hasta en ‘El Club de la Comedia’. Hasta que llegamos a darlo por hecho.

En los últimos 30 años, China ha absorbido millones de empleos en todo el mundo, especialmente en manufactura y tecnología. Un contrato no escrito en el que la potencia comunista alimentaría la perenne demanda occidental con mercancía barata que todo el mundo pudiera consumir. La pérdida de trabajos comenzó por un obvio tema de competitividad salarial, pero los motivos son —como siempre— múltiples y complejos. Y se han sofisticado con el paso de los años. Te lo explica mucho mejor Steve Jobs.

Meses antes del lanzamiento del primer iPhone en 2007, Jobs les recriminaba a sus lugartenientes que la pantalla plástica del prototipo que había llevado los últimos días en el bolsillo estaba llena de arañazos. La quería de cristal templado y la quería ya. Faltaban apenas unas semanas para el lanzamiento y solo una fábrica de Shenzen, China, parecía capaz de conseguirlo. Cuando las nuevas pantallas llegaron a medianoche, los capataces levantaron a los 8.000 trabajadores de los dormitorios que la empresa construyó en la misma planta, les dieron una galleta y una taza de té a cada uno y les pusieron a trabajar turnos de 12 horas para producir 10.000 unidades diarias.

“La velocidad y la flexibilidad era asombrosa”, dijo un exejecutivo de Apple al ‘New York Times‘ al explicar con esta anécdota por qué China era el lugar idóneo para ensamblar el teléfono insignia de Estados Unidos, un aparato con un centenar de componentes de una docena de países. “Toda la cadena entera de suministro está ahora en China”, relataba otra de las fuentes. “¿Necesitas mil juntas de plástico? Están en la fábrica de en frente. ¿Necesitas un millón de tornillos? En la de la próxima esquina. ¿Necesitas que el tornillo sea un poco diferente? Tardarán tres horas”.

Años después, durante una cena con las luminarias de Silicon Valley en febrero de 2011, el expresidente Barack Obama le preguntó a Jobs qué podía hacer el Gobierno para que el iPhone se fabricara en Estados Unidos y no en China. “Esos trabajos no van a volver”, zanjó el empresario californiano. ¿Seguro, Steve?

Mural de Xi Jinping y Donald Trump. (Reuters)
Mural de Xi Jinping y Donald Trump. (Reuters)

La pandemia ha retratado la gran contradicción de las democracias occidentales respecto a Pekín. Nuestras economías son adictas a sus importaciones y sus cadenas globales de suministro. Un elemento estratégico que hemos entregado a un régimen opaco, autoritario y extremadamente poderoso. La batalla por la narrativa del coronavirus no es un mero ejercicio de retórica diplomática, sino la expresión pública del pulso hegemónico que sostienen Washington y Pekín. Y en este enfrentamiento, una palabra vuelve a sonar con fuerzas estos días en los círculos de poder empresarial y político de Estados Unidos: ‘decoupling’.

La idea del ‘desacoplamiento’ de China no es nueva. Muchos llevan años abogando por repatriar algunas de cadenas de producción sectores estratégicos a Occidente y trasladar otras a áreas de influencia más cercanas para diversificar la cadena global de suministro y distribución. Pero después de décadas tercerizando la producción de todo tipo de bienes (y cada vez más servicios), ¿está el mundo preparado para divorciarse de China? Y tú, ¿estarías dispuesto a pagar tu parte de la cuenta?

‘Turboacelerar’ el desacople

“Podríamos llegar a cortar toda relación”, amenazó el presidente Donald Trump la semana pasada cuando le preguntaron sobre si podría tomar represalias contra China por su gestión de la pandemia. “Ahora, si hiciéramos esto, ¿qué sucedería? Que ahorraríamos 500.000 millones de dólares si cortamos toda relación”, aseguró el líder republicano en una entrevista con la cadena Fox.

La cifra no tiene asidero real y en realidad los economistas llevan años advirtiendo justo de lo contrario. Un desacople severo entre las dos mayores potencias mundiales provocaría una onda expansiva que impactaría el comercio global, incrementando los costes de producción y avivando las presiones inflacionistas.

“La idea tan repentinamente popular de un desacople total de las economías americana y china no es una estrategia política. Es una rabieta”, escribía David P. Goldman, columnista de Asia Times, quien lleva años defendiendo el desacople selectivo de China. “La autosuficiencia en bienes estratégicos es cara, pero la seguridad nacional es como el yate de JP Morgan: si tienes que preguntar cuánto cuesta, es que no te lo puedes permitir”.

Aun así, el Gobierno de Trump está dispuesto a poner 25.000 millones de dólares sobre la mesa para alentar el retorno de las empresas al país. Además, funcionarios y legisladores valoran prohibiciones a un gran número de exportaciones sensibles, aranceles adicionales a productos chinos o, incluso, retirarse de la Organización Mundial del Comercio. “Hemos estado trabajando en eso en los últimos años, pero ahora estamos ‘turboacelerando’ esa iniciativa”, le dijo Keith Krach, subsecretario del Departamento de Estado para el crecimiento económico, a la agencia Reuters.

Esto, que con cualquier otro presidente habría sonado a retórica electoral para ganar votos en el Cinturón de Óxido americano, con Trump se ha convertido en una posibilidad real, como demuestra la guerra arancelaria que libra con China desde 2018.

“Las relaciones de China con Estados Unidos nunca han estado peor desde que el presidente Nixon visitara Pekín en 1972. Y probablemente empeorarán en el futuro cercano”, explica Shi Yinhong, profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad de Renmin y asesor del Consejo de Estado chino, a El Confidencial. “Trump y los ‘superhalcones’ de su equipo están luchando por sacar las cadenas de valor fuera de China. El ‘decoupling’ está empezando a expandirse de forma mucho más rápida y con mucha menos selectividad”.

Las relaciones de China con EEUU nunca han estado peor desde que el presidente Nixon visitara Pekín en 1972. Y van a empeorar

La intención, sin duda, está presente. Y las evidencias se suceden. Esta misma semana, Taiwan Semiconductor Manufacturing Co (TSMC), el mayor contratista de microchips del mundo, ha paralizado sus entregas a Huawei por los controles de exportación más estrictos impuestos por Estados Unidos para asfixiar a la compañía china, según publicó ‘Nikkei Asian Review‘.

Pero eso no implica que los deseos políticos vayan a tener una traducción empresarial. Las inversiones totales de Estados Unidos en China subieron el año pasado a 14.000 millones de dólares, desde los 13.000 del año anterior impulsado por las apuestas de compañías tan icónicas como Tesla, General Motors o Universal Studios. Una encuesta de la Cámara de Comercio de Estados Unidos en China mostró en abril que la mayoría de las compañías americanas que operan en el país no tienen intención de mover su producción y cadenas de suministros. Una inercia con décadas de impulso que no va a ser fácil de modificar.

¿Crisis en ‘Chimérica’?

En febrero de 2007, el profesor Niall Ferguson acuñó el concepto ‘Chimérica’ en las páginas del ‘Wall Street Journal‘ para tratar de sintetizar en una palabra el nuevo orden mundial que se configuró tras la caída de la Unión Soviética. Un arreglo sustentado en una China que aceptaba su posición secundaria en el concierto mundial a cambio de crecer a ritmos vertiginosos mediante exportaciones baratas y unos Estados Unidos como único superpoder global, encargado de consumir la sobreproducción asiática y encomendado a liderar una transición productiva basada en la innovación.

Pero este entendimiento nació de un grave error de cálculo de Occidente al permitir, en diciembre de 2001, la adhesión de China a la OMC en 2001 sin ningún tipo de condición, ni regulaciones, ni balances democráticos. La idea entonces era que la mano invisible del mercado se encargaría de acelerar las dinámicas internas que llevarían al gigante asiático a convertirse en “uno de los nuestros”. En realidad, fue un caballo de Troya en la economía global, introduciendo una fuerza de trabajo imbatible y unas enormes tasas de ahorro. Resultado: mayor beneficio para el capital gracias al abaratamiento masivo de los costes laborales globales. El ascenso chino se volvió imparable. Si en el cambio del milenio la economía china suponía un 13% del PIB de Estados Unidos, para 2016 ya era el 60% (y alcanzará, en 2023, el 88% según el FMI).

Durante 15 años, esta simbiosis funcionó a la perfección para ambos. Hasta que, en 2015, China tomó algunas medidas para amortiguar los crecientes riesgos de su sistema financiero —incluyendo una política monetaria diseñada para controlar el valor del yuan y controles para evitar la fuga de capitales—. Intervenida por el Estado, la divisa china perdió atractivo en los mercados. Su depreciación contra el dólar hizo a la economía china aún más competitiva, más barata y más adictiva para Occidente, disparando aún más el déficit comercial con Estados Unidos y buena parte del mundo.

Si en el cambio del milenio la economía china suponía un 13% del PIB de Estados Unidos, para 2016 ya era el 60%

La crisis en ‘Chimérica’ no tardó en materializarse en la arena electoral. La pérdida de empleos por la deslocalización china fue uno de los caballos de batalla del candidato Trump, quien prometió mano dura contra Pekín para equilibrar la situación. Un problema que excede el intercambio de mercancías: el robo de patentes y propiedad industrial, las medidas proteccionistas para acceder al mercado chino o la inyección de fondos públicos en empresas supuestamente privadas (gracias a lo que se conoce como China Inc) han convertido a China en un competidor difícil de batir y un aliado del que es fácil desconfiar.

Aquí está el origen de la guerra comercial que tuvo en vilo a la economía mundial en 2018 y 2019. Y Trump asegura que está dispuesto a avanzar en este camino, cueste lo que cueste. “Un divorcio ‘chimericano’ es poco probable que sea amistoso”, advertía el profesor Ferguson, de la Hoover Institution, en un artículo de 2018, una década después de bautizar a la criatura. “Y no solo dañará a China, sino también a Estados Unidos y a la economía mundial”, agregó.

Porque ni siquiera Washington, con todo su poderío económico, político y tecnológico, puede revertir la globalización unilateralmente. El desacople será global o no será.

Bienvenidos a la glocalización

“Son bastante lentos. Tienen los dedos gordos y hay que seguir entrenándolos”. Así describía el gerente de una fábrica china de vidrios para coches asentada en Estados Unidos a sus trabajadores locales durante una visita del presidente de la compañía. A los americanos —sigue lamentándose el hombre— les gusta trabajar ocho horas y tomar libres los fines de semana.

Esta conversación —capturada en el oscarizado documental ‘American Fabric’— es una buena reflexión para aquellos que creen que el ‘decoupling’ es un mero ejercicio de voluntad política. La cinta muestra el proceso de instalación en 2016 de la firma china Fuyao en una antigua planta que General Motors cerró en Dayton, Ohio, ocho años antes. Un vistazo privilegiado a un dilema que trasciende los salarios.

“En parte es por la cultura en la que se han criado. Han sacado a millones y millones de la pobreza en una generación y media. Pero eso ha resultado en una vida laboral intensa. Los trabajadores chinos están orgullosos de su país, orgullosos de su compañía y realmente de cómo China está floreciendo en el mundo. Los trabajadores americanos que conocemos, no podemos decir que estén orgullosos de su compañía ni que sientan que América realmente les está ayudando a crecer en el mundo”, dijo Julia Reichert, codirectora del documental, en una entrevista con la radio pública estadounidense.

Así que, pese a los titulares y las declaraciones, ni siquiera el coronavirus será ese giro de guion dramático que baje a los chinos de su pedestal de poder e influencia del día a la noche. Steve Jobs tenía razón y, probablemente, esos empleos nunca volverán. A la intención política le debe seguir la lógica económica. Y no está nada claro que el consumidor esté dispuesto a pagar más por ‘salir’ de China, ni que las compañías vayan a renunciar a la combinación de ventajas que sigue ofreciendo el país.

Los expertos consultados para este reportaje creen que lo que podemos esperar es una ‘glocalización’, en la que veremos más inversión industrial en ciertos sectores estratégicos acompañado de una mayor diversificación de las cadenas de suministro hacia centros de producción más cercanos y confiables.

“Se están pensando en distintos puntos de producción: Turquía para Europa, México para EEUU. Incluso España puede intentar jugar esa baza. Pero nadie está pensando en replicar una segunda China. Te hace demasiado dependiente de ese mercado. Es dar demasiado poder y esa lección se ha aprendido”, explica Alicia García Herrero, Economista jefa para Asia Pacífico en Natixis, en una entrevista con El Confidencial.

Porque ese dinero que Occidente inyectó durante décadas en las arcas asiáticas se ha materializado en la China de Xi Jinping, un país en plena ebullición nacionalista, diplomática y comercial. Un país muy distinto al de principios de siglo, que ha abrazado muchos patrones occidentales. El consumo de los hogares se incrementa, los salarios suben y también la deuda de las familias en un sistema financiero cada vez más complejo.

Pekín hace tiempo que dejó de ser ese ‘gigante dormido’ y discreto. No solo se ha convertido en el segundo mayor acreedor de Estados Unidos, sino que su influencia económica y diplomática se extiende más allá del Sudeste Asiático, por África y América Latina —antiguas zonas operadas por Washington—. Sus faraónicos proyectos internacionales como la nueva ruta de la seda o China Global muestran que el eterno aspirante está dispuesto a plantar cara por el trono geopolítico.

“Dado que China será la mayor economía del mundo para 2030, la forma en que EEUU y Europa manejen sus relaciones con China después de la crisis será una cuestión tan crucial como lo fue la que enfrentaron en 1945 con la Unión Soviética. En los años siguientes, los soviéticos se convirtieron en una superpotencia militar, pero no económica. La estrategia de contención era viable, correcta y, en última instancia exitosa”, reflexionó Robin Niblettdirector del instituto de relaciones internacionales Chatham House. “Ahora, no tenemos las mismas opciones disponibles. Y no habrá ganadores en una nueva Guerra Fría con China”.

Fuente: Elconfidencial.com (19/5/20) Pixabay.com

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