La suela de goma del náutico empieza a gastarse por el interior del talón izquierdo y la piel azul de la punta se deforma levemente con la presión de los dedos a cada paso. Cuando sucede —y eso que Juan cuida muchísimo sus zapatos de trabajo— sabe que han pasado unos dos años y 3.600 kilómetros recorriendo una decena de calles del distrito 18 de Barcelona con su carro amarillo. Su abuelo fue cartero en un pueblo de Almería y su padre heredó el oficio en Santa Coloma. Él empezó en esa época clasificando cartas en su cama todas las navidades, y a los 21 años se echó a la calle. Los Tamayo son toda una estirpe de tres generaciones en Correos. Pero se acabó. A Juan no le gustaría que su hijo, ahora en paro, siguiese con la tradición. “El futuro es incierto y de esto solamente no se vive”, explica mientras empuja su carro amarillo calle abajo y enseña la suela gastada de sus zapatos. El futuro habla de drones, carros eléctricos e infinidad de paquetes. Es eso, o la desaparición.
Cada año varias publicaciones realizan un macabro estudio sobre las profesiones en riesgo de extinción. Entre las primeras (además de reportero de prensa, agente de viajes y agricultor) suele estar la de cartero. Las listas siempre se hacen desde EE UU —la última es de Fortune—, donde el servicio postal camina al borde de la bancarrota. Pero el cambio de paradigma es global. Canadá prescindirá de la entrega de cartas y paquetes en los domicilios a partir de 2019 y en Reino Unido decidió el año pasado privatizar Royal Mail, empresa pública desde hacía 500 años. En España —Correos suele cerrar con beneficios— la situación no es muy distinta, y las cifras hablan de una reducción de un 25% de empleados, envíos (ha pasado de 5.100 millones a 3.099 millones) e ingresos desde 2008. En siete años la firma estatal, un día convertida en símbolo de la eficacia y la transversalidad del Estado, ha prescindido de 16.386 empleados, uno de cada cuatro. Y el adelgazamiento de la plantilla, cuya media de edad ronda los 50 años y su sueldo unos 1.000 euros, no ha tocado fondo todavía, según fuentes de la empresa.
Correos ha perdido un 25% de envíos, de facturación y de plantilla desde 2008
El ajuste, en todo caso, parece natural. Después de 300 años de existencia de Correos en España, casi nadie manda ya cartas personales y cada vez más recibos del banco y notificaciones públicas (multas, avisos…) llegan al email. Han caído hasta las felicitaciones navideñas, señala Juan a las ocho de la mañana mientras clasifica un montón de recibos bancarios en su mesa de trabajo. La rentabilidad del negocio de las cartas, aunque ha menguado alrededor de un 40% y todavía supone el 90% del trasiego de Correos, irá disminuyendo más. Además requiere de un pago del Estado de unos 180 millones de euros anuales para garantizar el Servicio Postal Universal. Los paquetes y el comercio electrónico (España tiene una de las tasas más bajas de la UE) son la tabla de salvación a la que se aferra la mayor empresa pública española (unos 50.000 empleados) y el resto de servicios postales del mundo. Si sobreviven, los carteros seguirán llamándose así. Pero en realidad serán ya paqueteros.
Así lo proclama la Unión Postal Universal (UPU), la organización que agrupa a empresas de 192 países. Y así lo defiende Javier Cuesta, el presidente de Correos, en una entrevista con EL PAÍS después de presentar en el metro de Barcelona un nuevo servicio de recogida de paquetes instalado en las estaciones (City Paq), un paso más para facilitar al cliente el envío y recepción de sus compras e ir ganando terreno en este mercado. “Correos tiene que estar cada vez más en paquetería para compensar la bajada de cartas. Cuanto más paquetes tengamos, mayor es el margen por unidad y mejor asegurarás tu futuro. Si no lo hacemos, será un desastre”.
Pero el sector es extremadamente competitivo. Entre todas las empresas que operan en España (la principal es Seur) entregan al año 300 millones de paquetes. Pero cada uno de los 27.000 carteros de Correos reparte solo unos 6 paquetes al día (no llega ni al 5% de su volumen de envíos), muy lejos todavía de ser importante en un mercado que irá multiplicándose cada año y en el que la empresa pública tiene solo el 10% del total. El reto en unos años es que cada uno distribuya alrededor de 25 para llegar a unos 500.000 paquetes al día, señala Cuesta. El presidente de la compañía niega rotundamente que los carteros vayan a desaparecer. «La actividad de llevar cartas irá bajando, pero no el cartero». Y a demanda del periodista, traza un retrato robot de cómo serán estos empleados dentro de 20 años. “Llevarán muchos paquetes con un carro eléctrico que le ayude a transportarlo y con seguridad para los robos. Además, tendrán distintas herramientas electrónicas que les permitirán hacer más servicios: certificar obras, informar al centímetro de en qué calle hay una baldosa rota, hacer fotos de coches y casas para que una aseguradora pueda evaluar lo que sucede. Y, seguro, habrá muy pocas cartas”, esboza.
El esfuerzo en los últimos cuatro años para dejar atrás la crisis ha sido importante y valioso. Pero Correos arrastra la losa de ser una de las empresas postales que menos ha diversificado su negocio en Europa, tanto en paquetería, como en servicios financieros o logística industrial. Y al final, es la que mayor dependencia de la carta mantiene de las grandes firmas postales europeas (Post, Royal Mail, Deutsche Post…). Esa es la principal crítica de los sindicatos y el obstáculo más complicado de sortear. “Correos tiene futuro. Pero posee menos margen que en 1990. Tenemos 7.000 rurales y hay que garantizar el servicio universal [la ley obliga a Correos a llegar hasta el último rincón de España para entregar las cartas, una tarea deficitaria que se compensa con la aportación del Estado]. Pero si además se quiere generar riqueza, tiene que poder competir en el mercado”, señala Regino Martín, secretario general de la federación postal de CC OO, el sindicato mayoritario en Correos.
Y hasta que los drones repartan paquetes y las máquinas del metro los expendan con total normalidad, Juan seguirá llegando a las siete de la mañana con el uniforme puesto de casa a la oficina. Hoy solo tiene un par de paquetes en la mesa y muchos recibos. Encarna o Javier, compañeros desde hace décadas, clasifican alguno más mientras suena un CD de Marisol elegido al azar entre el montón que cada día alternan. Aquí se conocen todos desde hace años, algunos incluso son familia. La mayoría vivió la época de las sacas y las carteras de 40 kilos que destrozaban cervicales. Hoy llevan una moderna PDA y un carrito con ruedas que acomodan en los portales cuando hay que subir hasta cinco pisos andando para entregar algún certificado. Juan cree que los carteros no desaparecerán, que se reconvertirán y sabrán adaptarse. Javier, su compañero, a punto de jubilarse, no lo ve tan claro. “Yo creo que somos dinosaurios. Fíjate en la media de edad, si quisieran que esto sobreviviese habrían contratado a más gente”, opina mientras ambos suben al autobús para comenzar el reparto a las diez de la mañana.
Juan conoce a todo el mundo en el barrio. Su figura representa seguridad y confianza en la gente. Se lo cuentan casi todo. Sabe quién está enfermo, quién tiene problemas familiares o quién está a punto de mudarse. Si alguien necesita algún dato del barrio, él lo tiene (aunque por discreción no lo cuente). Por eso en Reino Unido, los carteros de Royal Mail, por ejemplo, están empezando a desarrollar funciones catastrales. Todos los servicios del mundo están pensando en aprovechar esas extensas redes —solo la Guardia Civil o la Iglesia pueden tener un tejido parecido— para otras tareas, como repartir medicinas o dar parte de distintos tipos de incidentes. En España, por ejemplo, siete mil carteros son capaces de recorrer todavía 120 kilómetros al día dejándose la suela del zapato para entregar y leer una carta a una persona mayor o a un invidente. Y eso, de momento, no lo puede hacer un dron.
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