1. La teoría. Se está produciendo una intensísima devaluación interna en la economía española vía salarios y paro (no vía precios, lo que la hará aún más desigual). Esta devaluación, a pesar de su rapidez, es siempre insuficiente y hay quien dice que durará al menos una década, un plazo que ninguna sociedad democrática puede soportar. Se extiende una creciente sensación de fatalidad entre la ciudadanía ante lo que alguien ha denominado austeridad autoritaria (austeridad impuesta), de cuyo carácter científico se puede decir lo que Juan de Mairena: se señala un hecho, después se acepta como fatalidad y al fin se convierte en bandera; si un día se descubre que el hecho no era completamente cierto o que era totalmente falso, la bandera, más o menos descolorida, no deja de ondear.
Todos los ajustes tienen efectos distributivos. No es lo mismo si recaen vía impuestos sobre los perceptores de rentas que si los padecen los beneficiarios de las prestaciones y servicios ofrecidos por el Estado. Para analizar una política económica es imprescindible analizar cómo se reparten los costes entre acreedores y deudores, entre grupos de ingresos altos y bajos, entre sectores económicos, entre zonas geográficas, entre los factores de la producción (capital y trabajo) o entre las distintas generaciones. Ello es lo que induce a hablar de “rigor de izquierdas” y “rigor de derechas”.
España pertenece al euro. El deber de respetar los compromisos económicos obligan a elegir: o cumplir las reglas del juego de ese club (aunque a veces sean disparatadas) o renunciar a que las decisiones de los gobernantes estén condicionadas por las preferencias mayoritarias de los ciudadanos. Pero esta elección es inestable, sobre todo si aquellas reglas del juego no dan resultados. El miedo de los gobernantes a romper esos compromisos hace que los mismos se presenten como “la única alternativa posible”, pero si las políticas impopulares son además ineficaces o dejan sus efectos para el largo plazo, el descontento ciudadano seguirá subiendo y los gobernantes —que tienen que competir electoralmente— se lo pensarán dos veces: o ceder a las presiones ciudadanas o dar una nueva vuelta de tuerca a los ajustes y sacrificios.
¿Dónde está el límite? Si esta dinámica se extiende, cada vez más gente acabará percibiendo la participación política por cauces tradicionales (el Congreso) como inútil. He aquí una explicación, aunque sea parcial, de las movilizaciones del 25-S.
2. La práctica. Después de los programas electorales con los que se ganan unas elecciones, los Presupuestos Generales del Estado son el principal indicador de la política económica que un Gobierno va a seguir. Los que se acaban de presentar tienen más efectos especiales que las películas de Spielberg, pero hay dos o tres puntos incuestionables: el espectacular crecimiento de la deuda pública (que sube más de cinco puntos), motivado sobre todo por el proceso de ayudas al sector financiero; el descenso en la inversión pública, en la sanidad y en la educación, y en las ayudas al desempleo en un entorno de crecimiento del mismo; y la inverosimilitud del cuadro macroeconómico, sobre todo en lo relacionado con el comportamiento de los ingresos públicos en medio de una recesión profunda.
Lo más destacable es el incremento del déficit público y la deuda por el auxilio financiero. Este no es un fenómeno estrictamente nacional, sino que se ha ejercido en el mundo muchas veces antes, pero su principal característica es que en la Gran Recesión se está operando la mayor transfusión de riqueza con relación a cualquier otro momento histórico: nunca tantos dieron tanto dinero a tan pocos y tan ricos sin pedirles nada a cambio.
Se ha dicho: hay que rescatar a los bancos para salvar a la economía, pero después de transferidos decenas de miles de millones de euros al sector financiero en forma de capitalización directa, avales, compra de activos, etcétera, la economía real no funciona. Según los datos publicados, la caída del crédito en España a las familias y empresas es la mayor en los últimos 50 años, desde que existen las series históricas.
3. Perspectiva comparada. Esa sensación mayoritaria (avalada por los datos) de que desde 2007 se ha gastado mucho más dinero en rescatar a los grandes bancos que en ayudar a los ciudadanos que se están quedando por el camino de la recesión, es un dato político de primera magnitud. Un comunicado reciente del Bank of America, una de las entidades más apoyadas por las distintas Administraciones americanas, dice que pagará 2.430 millones de dólares para cerrar una demanda colectiva de un grupo de inversores. Se trata de un acuerdo extrajudicial en el que el banco rechaza las acusaciones de irregularidad, pero lo asume bondadosamente porque dice que elimina incertidumbres y riesgos para sus accionistas.
Lo del Bank of America no es excepcional. Muchos bancos que abusaron con sus sofisticados y opacos productos financieros negocian las multas que tendrán que pagar por aquellos. En la mayor parte de los casos, esas multas son de una cuantía menor que los beneficios que cosecharon con sus prácticas ilícitas. El camino siempre es el siguiente: los bancos amenazan con una batalla jurídica interminable (tienen brigadas de bufetes de abogados a su servicio); a continuación se llega a un compromiso y los bancos pagan una multa sin admitir ni negar su culpabilidad. Además, prometen no volver a las andadas, pero nada más prometerlo se dedican a conductas similares. Otra vez se llevan una regañina (como la que acaba de echarles el FMI) y otra multa. Pero los incentivos perversos permanecen.
Es lo que Stiglitz ha denominado “el capitalismo granuja”.
Fuente: Elpais.com (1/10/12)
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