En los pasillos del Congreso de Estados Unidos se topa uno con escenas singulares. Una de ellas tiene que ver con las colas. No importa lo tediosa o técnica que parezca la audiencia de los comités que suelen reunirse sobre las 10 de la mañana, unas tres horas antes se forma una larga cola con hombres y mujeres, algunos de ellos completamente extemporáneos. Lucen vestimenta informal, ven películas en sus tabletas o leen revistas. A veces cargan su propia silla. ¿Qué hace el tipo de la gorra de los Yankees un martes de junio a las ocho de la mañana en la comisión de Formación y Empleo? ¿Y la señora con vestido veraniego que juega a Candy Crush? ¿Por qué despierta semejante interés popular el Subcomité de Energía del Comité de Energía y Comercio?
Algunas de esas preguntas se responden a las 10 menos cuarto. Dos hombres con traje y corbata se acercan al de la gorra de los Yankees, que los saluda afablemente, les deja su sitio y se va. Se llama Richard y trabaja para Linestanding, una de las empresas que han convertido las colas de Washington en un negocio. Facturan 48 dólares por hora (casi 42 euros), no importa si de día o de noche, bajo techo o en la calle, y entre sus principales clientes figuran lobbies, sindicatos o cualquier entidad social interesada en lo que se cuece en la Cámara de Representantes o el Tribunal Supremo.
“Comenzamos en los 90 por una cuestión de distribución de lógica del trabajo, en esos comités hay muy pocos sitios para el público y para asegurarse un asiento hay que estar muy temprano. Nosotros teníamos una empresa de mensajería y un día uno de los lobbies para los que trabajamos nos pidió que mandásemos a uno de nuestros ciclistas a esperar en la cola a las seis de la mañana, porque su hora de trabajo era mucho más barata que la de sus empleados”, explica Mark Gross, de Linestanding, la división de “guardacolas” de la empresa QMS. “Es algo que tenía sentido”, añade.
El récord de Eric Hopkins, uno de sus socios, fue para una de las audiencias sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo, cuando un grupo de 10 acampó en la calle durante una semana entera. A entre 30 y 48 dólares la hora, hay quien pagó hasta 6.000 dólares (5.350 euros) por entrar, lo que genera un debate ético sobre si se puede mercantilizar el acceso a algo esencial en la democracia como un debate en el Congreso o una audiencia de la más alta instancia judicial del país. O si se puede comprar y vender el acceso a la educación pública: el neoyorquino Robert Samuel, de Same Ole Line Dudes, cuenta que ha cobrado por dos días para conseguir plaza en una escuela pública de prestigio a la que se inscribía a los niños por orden de llegada.
La duda ética aumenta cuando quienes hacen cola para los grupos de presión son indigentes. “Al principio empezamos a reclutar gente de los albergues [para personas sin techo], pero esa gente empezó a prosperar, ahora tienen sus hogares, ha sido muy bueno para ellos”, defiende Mark Gross, si bien añade que «con esta Administración hay menos trabajo porque ha bajado la actividad legislativa». El profesor de filosofía Michael J. Sandel, Premio Príncipe de Asturias de 2018, aborda este asunto en su libro Lo que el dinero no puede comprar: el sistema perjudica a quien no puede permitirse pagar al guardacolas ni tampoco esperar por sí mismo durante dos días y el efecto para la sociedad cambia si se trata de las entradas para un concierto o para participar en el debate de la negociación de una ley.
Las audiencias del Supremo solo se pueden seguir en persona, mientras que las del Congreso ya se retransmiten online, pero a los agentes interesados de cada sector les gusta asistir en persona igualmente porque pueden ver las reacciones de todos los presentes en la sala, fuera de las cámaras, y acercarse a departir con los legisladores. El alto tribunal ha tratado de eliminar la práctica en los últimos años, prohibiendo formar cola a quienes no sean parte de la asociación de juristas, pero no pueden controlar lo que ocurre en la calle. Y algunos congresistas han impulsado proyectos de ley, también sin éxito. Se ha convertido en un trabajo a tiempo parcial para mucha gente.
Jennifer Goff, de 34 años, comenzó trabajando sola hace dos, con una tarifa plana de 30 dólares (cerca de 27 euros) la hora: “Pensé que si había tanta gente interesada en algo, seguramente serían capaces de pagar para que alguien esperase por ellos”. Ahora coordina a un equipo de ocho o 10 personas y tiene su propia marca, Skip the Line (evítese la cola), hace esperas para entrar en sesiones en los tribunales o en el Capitolio, pero hace más caja con el ocio: restaurantes de moda, entradas para espectáculos, etcétera. La cola más larga que ha hecho jamás fue para entrar en un evento de Juego de Tronos: tres días seguidos haciendo turnos.
Dice Hopkins que, además del frío, el trabajo se vuelve difícil muchas veces por “el ego de las personas”. ¿El ego? “Sí, el ego, ¿a que es ridículo? Pues hay gente que no puede estar al lado de la otra, dicen que llevan un sombrero mejor, mejor cliente…”.
Fuente: Elpais.es (7/7/19) Pixabay.com