Las autoridades españolas han aprehendido un cuadro de Picasso, propiedad de Jaime Botín que, al parecer, iba a ser vendido en el extranjero sin la preceptiva licencia de exportación. Este caso ha puesto de actualidad un tema desconocido para la mayoría de la gente: las restricciones que existen en España cuando el propietario de una obra de arte quiere venderla fuera del país. Al margen de los detalles concretos y de la existencia o no de un delito -cuestión que tendrá que ser resuelta por los tribunales de justicia- lo más relevante de este asunto es que plantea una cuestión importante a la que las informaciones publicadas han prestado muy poca atención: la grave limitación que sufren los derechos de propiedad de Botín y de cuantas personas son propietarias en España de obras de arte como consecuencia de la actual regulación.
La propiedad de un bien cualquiera incluye necesariamente el derecho de su dueño a enajenarlo. Y tal derecho, que es pleno para la mayor parte de los bienes, está, sin embargo, fuertemente restringido en algunos casos. Un buen ejemplo de esto lo encontramos cuando alguien intenta vender una obra de arte -un cuadro, supongamos- que la Administración Pública ha decidido declarar no exportable. Es fácil medir el valor monetario de tal limitación por la diferencia entre el precio que el vendedor podría obtener en el mercado internacional y el que se vería obligado a aceptar si tuviera que realizar la transacción en España, cuyo mercado es muy reducido. Y es evidente que el propietario del cuadro sufriría, en este último caso, un perjuicio económico importante, sin que nadie le compensara por tal pérdida.
No es España, desde luego, el único país en el que existen restricciones de este tipo. En muchos otros hay normas similares, cuyo objetivo es procurar que determinadas obras de arte no salgan del país, ya que se considera que tienen un elemento de “bien público” que las hace merecedoras de un tratamiento legal especial. Pero lo razonable en estos casos sería que, si la no exportación beneficia a todos los españoles, debería ser el conjunto de la nación -y no solamente el propietario- quien soportara el coste de prohibir su venta en el extranjero.
En algunos países se han arbitrado fórmulas para solucionar este problema de una manera más equitativa. Es, por ejemplo, el caso de Gran Bretaña, donde la exportación de obras de arte valiosas es mucho más frecuente que en España. El procedimiento es, básicamente, el siguiente. Supongamos que un ciudadano británico quiere vender a un museo norteamericano un cuadro de Rafael, que forma parte de su colección privada y se encuentra depositado en su casa de Inglaterra. Al solicitar la licencia de exportación, el gobierno británico establece una restricción temporal, que permita que, en el plazo previsto, se pueda encontrar un comprador en el país. Tal comprador sería, seguramente, en este caso, un museo británico que, si no dispone del dinero necesario –que es lo más habitual– puede abrir una suscripción pública, dirigida tanto a personas como fundaciones, para recaudar los fondos precisos. Y en varios casos la sociedad ha reaccionado muy bien y se han obtenido los recursos suficientes para la compra. El cuadro permanece en el país y pasa a ser, en el sentido literal del término, propiedad de todos los británicos. Por el contrario, si transcurrido un período de tiempo razonable, no se han conseguido fondos suficientes, se permite la exportación, tras exigir por lo general al propietario el importe de las exenciones y deducciones fiscales obtenidas por haber el cuadro formado parte del patrimonio nacional.
¿Cabría hacer algo similar en España? Se argumentará, ciertamente, que la fórmula de la suscripción pública tiene pocas posibilidades de éxito en nuestro país. Y que pocos estaríamos dispuestos a donar 10 o 20 euros, por ejemplo, con tal finalidad. Pero, si esto fuera así, la sociedad española estaría manifestando que el cuadro realmente le importa poco, y que no considera su exportación como algo preocupante. Es cierto que, si se preguntara a la gente, la gran mayoría se opondría a que el cuadro saliera del país. Pero lo haría, simplemente, porque el coste para cada persona sería cero, no porque realmente atribuyera valor al hecho de que permaneciera dentro de nuestras fronteras.
Un problema que acompaña siempre, además, a las restricciones a la exportación de obras de arte es que hacen muy difícil que alguien compre arte en el extranjero y lo conserve en su propio país, ya que, transcurrido un determinado número de años, podría encontrarse con la imposibilidad de venderlo fuera. Y, si debe vender a precios del mercado local, puede perder mucho dinero. Como establece un conocido principio de la política económica, las barreras de salida acaban creando barreras de entrada.
Las barreras de salida acaban creando barreras de entrada, también en el mundo del arte
Volviendo al caso Botín, llama la atención también la dureza de las penas pedidas por la fiscalía: cuatro años de cárcel y cien millones de euros de multa. No dudo que tales penas sean conformes a la ley. Pero si pensamos que nuestro código penal castiga el robo con penas de uno a tres años de prisión habría que concluir que se considera más grave exportar un cuadro sin licencia que robarlo. Un poco raro, ¿no les parece?
Francisco Cabrillo
Catedrático de Economía de la Universidad Complutense.
Fuente: Expansion.com (10/8/17) Pixabay.com
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