¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

El principal objetivo del Gobierno Rajoy consistía en evitar la intervención exterior de la economía española. Fracasado ese intento, ahora se entra en una nueva fase política en la que la discusión está en el tipo de recate que la troika (Bruselas, el Banco Central Europeo, el Fondo Monetario Internacional) practicará. Como las tropas de un ejército en vísperas de un conflicto bélico, el tiempo de espera para resolver este asunto lo han pasado acuartelados los hoy abundantes centros oficiales de decisión económica en España. Nunca como hasta ahora ha estado tan disperso ese poder de decisión.

En primer lugar, el Ministerio de Economía (Luis de Guindos), que por primera vez en la historia de las crisis contemporáneas (los 51 bancos –el 50% del total existente-, 14 cajas de ahorro y 20 cooperativas de crédito caídos entre la segunda mitad de los años 70 y principios de los ochenta, la intervención del Banesto de Mario Conde y posterior venta al Santander) ha asumido directamente, sin apenas mediación del organismo supervisor, la nacionalización de entidades, el dinero público que se les entrega, la solución a los problemas relacionados con el crecimiento de los activos tóxicos inmobiliarios en el seno de los bancos y cajas de ahorro, la valoración de esa basura, el nombre de los nuevos gestores y el cese de los antiguos. Y lo ha hecho rodeado por los grandes banqueros (Botín, González, Fainé…) que le han servido de asesores: la zorra en el gallinero.

Segundo, un ministro de Hacienda (Cristóbal Montoro), cuyas intervenciones parlamentarias y declaraciones a los medios de comunicación hay que calificar al menos de patosas, siempre en un tempo distinto al de Guindos, y que todavía no ha pisado las salas de máquinas europeas en las que se está decidiendo el futuro de la economía española, que tanto afecta a su departamento (Presupuestos Generales del Estado).

En tercer lugar está la Oficina Económica de la Presidencia que es quien ostenta la secretaría de la Comisión Delegada para Asuntos Económicos, en el esquema ideado por su presidente, Mariano Rajoy. Es la primera vez que este cargo no está alojado en el Ministerio de Economía. Viajeros que han visto recientemente a su titular, Álvaro Nadal, cuentan que es en este último centro de poder (el que más influye en Rajoy) en el que más dudas se han expresado sobre el futuro del euro y donde más se ha debatido sobre las consecuencias del abandono de la moneda única por países como Grecia u otros.

Por último está el Banco de España, hasta ahora con gran prestigio institucional, que ha sido marginado, desacreditado y silenciado, sobre todo en la última y más importante fase de la crisis bancaria: la nacionalización de Bankia. Con un gobernador (Miguel Ángel Fernández Ordóñez) demediado por el ministro de Economía en la solución de las dificultades de la cuarta entidad financiera del país, y estigmatizado por los dirigentes del PP como el mejor culpable posible para intentar difuminar la responsabilidad de los gestores de Bankia, tan ligados a la historia del partido que gobierna (Rodrigo Rato, el autor del milagro económico de la era Aznar, y Miguel Blesa, el amigo del anterior presidente, que llegó a la cúpula de Bankia sólo por esa amistad, virgen de anteriores responsabilidades financieras) y de las comunidades autónomas más intervencionistas en algunas de las tropelías urbanísticas que han puesto contra las cuerdas a las dos mayores cajas de ahorro que conformaron el banco (Madrid, con Esperanza Aguirre, y la Comunidad Valenciana de Francisco Camps).

Nunca el Ministerio de Economía había asumido tanto protagonismo. Y tan poco, el Banco de España

Tantos centros de decisión han multiplicado el tiempo perdido, las declaraciones contradictorias, los relatos paralelos y no siempre coincidentes, distintos modos de entender las soluciones, y ello ha afectado notablemente a la confianza de los mercados en el Gobierno español (notablemente deteriorada), puesta en cuestión su destreza técnica, y discutida la credibilidad de las cifras que se aportaban a Bruselas, lo que ha dado lugar a algo insólito: la privatización de las actividades supervisoras a la banca, encargadas a dos consultoras internacionales en detrimento del Banco de España. El nuevo gobernador, Luis Linde, lo tendrá que corregir con rapidez si no quiere cargar con el desánimo de sus funcionarios e inspectores.

¿Qué ha sucedido para que todo se deteriorara tanto?

Noviembre del año 2008: por primera vez un presidente de Gobierno español (Rodríguez Zapatero) asiste a la cumbre de mandatarios del G-20, y se codea con los Bush, Merkel… Ha sido invitado por Sarkozy pero su presencia la avala la que se consideraba una de las más eficaces regulaciones del sistema financiero. Precisamente como consecuencia de la crisis bancaria citada de los años setenta y ochenta, España se había dotado de una legislación y unas prácticas que en ese momento eran la envidia del mundo. El primer ministro británico, Gordon Brown, la alababa públicamente, y el hoy hipercrítico Wall Street Journal llevaba a su primera página la siguiente reflexión: el modelo español es el que hay que seguir para paliar la debacle motivada por la quiebra de Lehman Brothers y la nacionalización de una parte muy significativa de la banca americana, británica y alemana, entre otras.

Esta legislación acumulativa, producto de la experiencia de personas como Mariano Rubio, Luis Ángel Rojo, Aristóbulo de Juan, Ángel Madroñero, José Luis Nuñez –padre de Soledad Núñez, aspirante a subgobernadora-, etc. probablemente no contemplaba la posibilidad de un deterioro tan largo y profundo de la economía general, como el que se está sufriendo. Una crisis que ha exigido permanentes esfuerzos de recapitalización de los bancos, que ha deteriorado hasta el límite la calidad de sus activos inmobiliarios y empresariales, y que está haciendo crecer la morosidad general en porcentajes por encima de los dos dígitos.

Tantas contradicciones en el Gobierno ponen en cuestión ante los mercados su destreza técnica

De todos estos factores, el que hasta ahora ha jugado un papel más determinante ha sido la explosión de una burbuja inmobiliaria que al menos duró una década: entre los años 1997 y 2007 la construcción creció al ritmo de un 5% anual. En esos años el parque de viviendas aumentó en 5,7 millones de casas, casi el 30% del total existente, y la revalorización del precio alcanzó un 191%. En 1998 la construcción suponía casi el 14% del empleo global en España, el doble que en Alemania y cinco puntos más que en el Reino Unido. Ese año, el Gobierno Aznar aprueba una ley del Suelo que multiplica la exuberancia irracional del sector de la edificación: todo el suelo se declara urbanizable salvo que esté expresamente prohibido. Se favorece un boom extraordinario de la construcción y de las compraventas relacionadas con la misma. Pero no en el sentido en que defendió el PP (aumentará el número de pisos y, por tanto, bajarán los precios de los mismos) sino en el especulativo: se adquirían viviendas no porque fuesen baratas sino porque eran caras y en el futuro lo iban a ser más. La especulación desencadenó la continua recalificación municipal de los terrenos, los ayuntamientos engordaron sus arcas, y algunos ediles encontraron el modo de llenar con facilidad y escaso control sus bolsillos particulares, como luego se ha comprobado. La responsabilidad del PSOE fue no pinchar esa burbuja y cabalgar —sobre todo en su primera legislatura— a lomos de la opulencia.

Los efectos de esa política económica y del modelo económico del ladrillo han llegado con retraso, pero con especial intensidad al corazón del sistema financiero. Como explica el economista Gonzalo Gil, que fue subgobernador del Banco de España y que ha escrito uno de los libros más notables y concretos sobre lo que pasa (La crisis, el eterno retorno, Marcial Pons), el fenómeno de creación de burbujas no es nada nuevo, está muy estudiado y generalmente se explica muy bien, pero a posteriori. Se trata de algo recurrente, cuya detección es muy difícil aun en el caso de que los supervisores, los reguladores y las entidades financieras desarrollen sus capacidades y obligaciones de manera solvente (cosa que no siempre ocurre). La diferencia en este caso respecto a los anteriores es que la explosión de la burbuja ha dado lugar a una crisis global y sistemática, que está afectando a los sistemas financieros y a las economías reales de todo el mundo. Conviene recordar estos orígenes en el tiempo del rescate.

Fuente: Elpais.com (9/6/2012)

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