Sweetie no tiene más de cinco años pero es la líder del grupo. Vital y alegre, sonríe, juega y se divierte. Esta mañana toca baile y la clase se sienta en círculo esperando el turno para moverse. Sweetie es una de las primeras y, cuando empieza la música, intuye el ritmo e improvisa una danza. Sweetie es sorda… porque ha nacido en un barrio de Bhopal.
En esta ciudad de la India, la noche del 2 al 3 de diciembre de 1984, tuvo lugar la catástrofe industrial más grande de la historia. En la planta de la empresa norteamericana Union Carbide un escape de gas tóxico provocó una nube letal que en pocas horas mató miles de personas que vivían en los alrededores. Y los que no murieron por la inhalación del gas sufrieron lesiones permanentes: ceguera, dificultades respiratorias, parálisis, trastornos neurológicos, alteraciones hormonales… Se calcula que el número de víctimas mortales de la tragedia, en aquellas primeras horas y en los años posteriores, es de más de 25.000. Union Carbide sólo estimó 3.800.
Durante aquella noche la gente caía ahogada, con hemorragias internas o convulsiones. Y los pocos que consiguieron llegar a un hospital no tuvieron mucha más suerte: los médicos no sabían como tratar a los afectados porque la empresa nunca había comunicado que productos se almacenaban realmente en la fábrica. Todavía hoy, 30 años después de la tragedia, estos datos son una incógnita ya que, absurdamente, se consideran «secreto de empresa».
El gas estaba formado en su mayoría por MIC, abreviatura de isocianato de metilo, un compuesto químico extremadamente tóxico. La compañía lo usaba para producir pesticidas pero la demanda nunca había cumplido las expectativas y por lo tanto los depósitos almacenaban muchas más toneladas de las permitidas. Union Carbide había reducido el presupuesto destinado al mantenimiento de la planta, descuidando en consecuencia las medidas de seguridad. Tanto que al momento del accidente no funcionaba ninguno de los seis sistemas de control creados para evitar un escape de gas a la atmósfera. Ni uno.
La señora Chanda Vi está sentada en el suelo del porche de su casa. Vestida con un sari ligero, escucha trabajar a su familia. Sus ojos están velados debido al gas. Tiene suerte ya que los parientes la cuidan. Ha perdido la vista, los dientes y también la movilidad en una mano… pero está viva.
El número de víctimas mortales de la tragedia, en las primeras horas y en los años posteriores, es de más de 25.000
Los horrores de aquella noche son difíciles de describir. Muchos supervivientes explican historias de pánico, desesperación y muerte donde todo el mundo corría para escapar de aquello que no se podía ver ni tocar, que no tenía nombre, origen o forma. El aire quemaba la piel, los ojos, los pulmones… La nube se dirigió hacia el sur de la fábrica, afectando a una de las zonas más pobres de la ciudad, llena de barracas y por lo tanto con mucha densidad de población.
Cuando salió el sol el espectáculo era desolador: cuerpos amontonados uno encima de otro, familias enteras sin vida, casas llenas de cadáveres y gente sufriendo todavía los efectos de la nube tóxica. Bhopal se despertó dentro de una pesadilla y la India tuvo que afrontar la realidad.
Mientras los médicos luchaban impotentes para salvar o recuperar el máximo de vidas posibles, en los despachos y oficinas empezaba otra guerra: encontrar el culpable. Union Carbide intentó defenderse con una improbable excusa de sabotaje pero las investigaciones pronto revelaron que había sido la dejadez de la misma compañía la que había desencadenado el incidente.
Se solicitó entonces a su máximo responsable, Warren Anderson, presentarse ante una corte india. Cuando el dirigente llegó al país fue confinado en un hotel en espera de juicio pero, con el beneplácito de las autoridades, se le permitió coger de nuevo un avión y desaparecer del mapa. Murió recientemente después de una vida de lujo en los Estados Unidos, protegido por su patria y convenientemente olvidado por los gobiernos de la India, no obstante las irrefutables pruebas criminales en contra de Union Carbide. Pruebas tan evidentes que, en 1989, la empresa aceptó indemnizar a las víctimas con 470 millones de dólares a condición de que las leyes del subcontinente se olvidaran del asunto. Esa cifra resultó insignificante porque el Estado asiático se quedó una parte del pago y con el resto apenas se han podido cubrir los gastos médicos de una pequeña parte de los enfermos.
«Queremos justicia»
Las víctimas del mayor desastre industrial de la historia recordaron este miércoles en Bhopal, en el treinta aniversario de la tragedia, que las secuelas del escape de gas siguen dejando miles de afectados tres décadas después y que aún esperan justicia. “Queremos justicia”, clamaban con pancartas en inglés y en hindi las miles de personas que han asistido hoy a la concentración convocada por las asociaciones de víctimas. Para luchar contra el olvido, se ha inaugurado, junto a la fábrica abandonada, un museo con los testimonios de los supervivientes.
La activista Rachna Dhingra ha explicado a Efe que las cinco asociaciones de víctimas han publicado una lista de reivindicaciones dirigida al primer ministro indio, Narendra Modi, que incluyen que Union Carbide aumente las indemnizaciones y limpie las 350 toneladas de residuos que quedan en la fábrica tres décadas después. El Gobierno indio anunció hace dos semanas que revisará el incremento de las indemnizaciones a los afectados y hará un nuevo recuento de las víctimas. Las autoridades indias exigen a Dow Chemical, propietaria en la actualidad de Union Carbide, otros 1.200 millones de dólares, mientras que las víctimas piden 8.100 millones.
Union Carbide y el Gobierno del país asiático, que asumió la representación de las víctimas, cerraron en 1989 un acuerdo extrajudicial por el que la empresa pagó 470 millones de dólares. El 93% de las alrededor de 500.000 personas que recibieron compensaciones obtuvieron 25.000 rupias (327 euros al cambio actual).
La entrada a la fábrica abandonada está cubierta de vegetación. Un militar duerme a la sombra de un árbol. El guardián controla el permiso, obligatorio para visitar el solar. Justo en este momento llega un taxi con tres turistas norteamericanos, sorprendidos de la burocracia local. Pero al cabo de pocos minutos acceden al recinto y uno de ellos, con la satisfacción que da la prepotencia, presume de que también se puede entrar sin documento: 500 rupias, poco menos de 7 euros, es el precio del soborno. La historia se repite: quienes pisan siguen pensando que todo les está permitido… y los débiles lo aceptan.
En la calle el señor Partap Singh hace compañía a su nieta. Su nombre significa tigre pero ahora ya no tiene la energía de antes. Sus pupilas son opacas. El bastón le ayuda a andar y su hija le ayuda en todo el resto. El mundo se habría olvidado de él y de lo qué sucedió en Bhopal si no fuese por algunos incondicionales…
Satinath Sarangi es alto, lleva un pañuelo en la cabeza y se saca los zapatos antes de entrar a su despacho, una sala con dos mesas llenas de papel de donde intenta sobresalir un ordenador. Cuando explica algo coge una hoja y escribe o dibuja las palabras para que los hechos sean más comprensibles. Todos lo conocen como Sathyu y, ademas de ser un ferviente defensor de la causa, es el coordinador de la clínica Sambhavna, dedicada exclusivamente al tratamiento de personas tocadas por la tragedia de 1984 y por todas las otras que Union Carbide no ha querido nunca reconocer. Porque la historia no se limita a un solo día.
En el lejano 1969 la compañía norteamericana empezó a verter productos químicos directamente en el terreno. Posteriormente, hasta 1984, llenó un depósito en un solar situado a norte de la planta pero ya en 1982 este depósito empezó a tener pérdidas. Sustancias peligrosas se esparcieron por el subsuelo, llegando a los pozos y a las faldas acuíferas y contaminando así la única agua disponible para los barrios pobres de la zona. En 1989, cinco años después del desastre, Union Carbide realizó un estudio sobre los niveles de toxicidad del terreno y el resultado fue tan nefasto que nunca lo publicaron. Sólo a través de escuchas salió a la luz esta información.
Desde el 1999 al 2013 se han conducido muchos estudios independientes sobre el agua contaminada y los datos son aterradores: el nivel de mercurio ha llegado hasta 6 millones de veces por encima de lo que se esperaba; el nivel de tricloroetileno, un compuesto que afecta al desarrollo de los fetos, estaba más de 50 veces por encima del límite de seguridad; se han encontrado productos químicos ligados a la formación de cáncer, daños cerebrales y malformaciones infantiles; se ha detectado la presencia de MIC y de otras sustancias altamente tóxicas en la leche materna de las mujeres… Todo ello ha provocado que el código genético de estas personas esté comprometido y por tanto lo están también los nuevos nacimientos. La única solución es evitar la descendencia, eliminar a toda una generación.
Union Carbide no ha admitido nunca su responsabilidad en esta parte de la tragedia y continúa negando la evidencia. La compañía es ahora propiedad de la multinacional Dow Chemical, que adquirió todos sus derechos y deberes, pero ellos tampoco se han dignado ni siquiera de limpiar la factoría, llena todavía de productos tóxicos que continúan envenenando el terreno.
Gracias al esfuerzo de Sathyu y de personas como él se ha conseguido que, desde agosto de 2014, en los barrios afectados por la contaminación del subsuelo haya depósitos de agua potable… pero desgraciadamente el suministro no siempre está garantizado y entonces los habitantes tienen que recorrer de nuevo a los pozos adulterados, cada vez más numerosos porque las corrientes del subsuelo extienden inexorablemente las toxinas.
El nivel de mercurio ha llegado hasta 6 millones de veces por encima de lo que se esperaba
Mientras el reconocido activista explica estos acontecimientos un occidental (no quiere revelar su nombre), contento, entra en la habitación. Su historia es muy curiosa: antes era abogado de Union Carbide pero después de sufrir un transplante de corazón dejó la empresa incriminada y ahora es un profesor de antropología que apoya a las organizaciones humanitarias.
En Sambhavna trabajan más de 60 personas, de las cuales aproximadamente la mitad son supervivientes de aquella fatídica noche. Los métodos que utilizan son innovadores, y no tan sólo para la India: los tratamientos consisten en una mezcla de fármacos y de medicinas naturales, muchas de ellas provenientes del huerto de la misma clínica. También se usan hierbas para curar los trastornos más comunes y un grupo de voluntarios recorre los barrios para enseñar cómo cultivar plantas beneficiosas para la salud. En Sambhavna se intenta curar pero sobretodo educar para prevenir.
La clínica fue fundada en 1996 gracias a The Bhopal Medical Appeal, una organización inglesa sin ánimo de lucro que administra un fondo de donaciones. También ayudan a otra fundación, el Chingari Rehabilitation Center, que se ocupa de las víctimas más indefensas, los niños. Como Kartik, que está condenado a una silla de ruedas pero sonríe. Puede mover la cabeza y los brazos. Habla con dificultad y escribe su nombre con esfuerzo. No puede jugar con sus compañeros pero observa todo lo que sucede a su alrededor. Y sonríe.
Las señoras Shukla y Bee, supervivientes de aquel 3 de diciembre, han hecho campaña a favor de los afectados por la tragedia. Esta dedicación les valió el Goldman Environmental Award y, con el dinero del premio, en 2005 crearon el Chingari. Una de las principales funciones del centro es ayudar a las familias cuyos hijos han nacido con incapacidades, mentales o físicas, debido al envenenamiento causado por la fábrica de pesticidas.
Aproximadamente 200 inscritos visitan el centro de rehabilitación cada día, donde reciben tratamientos de fisioterapia, estimulación del lenguaje, socialización y motricidad. Algunos no pueden andar, otros son incapaces de entender. Y las fundadoras todavía visitan el lugar y ayudan a los educadores dando de comer o beber a quienes no tiene movilidad.
Ninguno de estos niños y niñas había nacido en 1984 cuando el gas de la Union Carbide mató o envenenó a sus parientes. Ninguno de ellos ha escogido nacer en un barrio con aguas tóxicas. Ninguno de ellos sabe porque no puede ser como los otros. Ninguno de ellos entiende porque casi todo el mundo los ignora. Ninguno de ellos es culpable pero sufre las peores consecuencias, en muchos casos para siempre…
Sweetie ha acabado de bailar. Se sienta al lado del jardín y conversa con sus amigas mediante el lenguaje de signos, a pesar de que lleva dos audífonos en las orejas. Mira el mundo con la ilusión de la niñez, con la esperanza y la alegría de la inocencia, con la serenidad de quien no suplica nada pero merece justicia. Sweetie observa el mundo con una mirada limpia, como tendría que ser el alma de los hombres, y con unos ojos de color tan claro que parecen infinitos. Un color como tendrían que ser el agua y el aire de Bhopal: transparentes y puros.
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