Los ‘minieurovegas’ acumulan en dos años más de 3.000 denuncias. Desde 2011, cuando se prohibió el humo en los locales de ocio, se han registrado 53 clubes privados de fumadores.
Han cantado bingo. Javier lo escucha desde dentro de la habitación y expulsa una bocanada de ira. Parece que hoy no es su día de suerte. “Ya es la tercera vez que me quedo a dos números”, se enfada este jubilado mientras arruga el cartón con una mano. Con la otra sujeta un Ducados. Las tres colillas en el cenicero son suyas: una por cada intento de llevarse el bote. El último de 32,48 euros. Javier apoya su cigarro y sale fuera: “A ver si ahora tengo más suerte…”.
Con él se van los malos humos del recinto, de unos 10 metros cuadrados. Un habitáculo, ubicado dentro de esta sala de bingo, donde se fuma, quebrantando la ley antitabaco, como pudo comprobar este periódico en los sucesivos días que visitó esta sala de juegos y otros locales de la Comunidad de Madrid donde, bajo la apariencia de clubes privados de fumadores, los clientes apuran hasta la última calada.
La humareda viene desde 2011. Según el registro de asociaciones, desde que entró en vigor la prohibición de fumar en todos los locales públicos de ocio, han surgido en la Comunidad 53 clubes de fumadores; otros siete están pendientes de tramitación. Antes de ese año, tan solo existía uno.
La normativa permite que se fume en estos recintos, pero solo los socios y nunca los menores. Y no pueden tener ánimo de lucro. Se pueden consumir bebidas aunque, eso sí, no puede servirlas un camarero. El bingo donde juega Javier no está catalogado como club de fumadores. “Lo fuimos, pero ya no”, revela un trabajador de esta sala que niega, por otro lado, que en su local se fume: “Esto es un bingo, ¿qué te crees?”. El olor del tabaco le contradice.
Son las cuatro de la tarde y el sonido de las máquinas tragaperras rompe el hilo musical de la sala. En una esquina, un hombre aporrea una de estas máquinas con un montón de monedas en la mano, mientras una fila de cinco personas, todas mayores de 50 años, aguardan en el recibidor a que se encienda el cartel luminoso que indica que pueden entrar dentro. Para empezar la partida de bingo se necesitan, al menos, 10 jugadores.
Si están aquí es porque ninguno de ellos tiene problemas con el juego ni han provocado altercados en esta u otras salas de juego de la Comunidad. Es obligatorio enseñar un documento de identidad a la entrada. Lo que no se controla, en cambio, es cuántos de ellos fuman.
La sala es espaciosa. Hay más de 100 mesas desplegadas. Pero a esta hora solo hay 28 personas jugando. La luz es tenue y cuando empieza la partida solo se escucha el ajetreo de las bolas burbujeando. Y la voz del locutor que va tachando la suerte de los agraciados. El cartón cuesta dos euros. En esta tanda, la línea se paga a 5,04 euros y el bingo a 32,48. Unos 15 empleados se reparten el espacio. Algunos clientes aprovechan para tomar algo —el café cuesta 1,60 euros; 5,80 el combinado; 3,15 la cerveza— y otros calman los nervios en la sala del fondo.
La puerta es de color negro. A simple vista, parece una de tantas estancias cuyo acceso solo está permitido al personal de servicio. Pero aquí cualquiera puede entrar. Basta con pedir la contraseña a uno de los trabajadores que pululan por la sala y teclearla después en el pequeño panel que hay en un lateral. No hay exclusividad: la clave es la misma para todos.
El suelo de la habitación de fumadores es de moqueta. Dentro hay una televisión de plasma por la que se puede seguir la partida, además de una manguera antiincendios; dos sillas azules —una con quemaduras de cigarrillos—; cuatro banquetas; dos mesas altas con tres ceniceros; una papelera y un purificador de aire que no evita, sin embargo, el olor de la colilla de Fortuna que aún humea. Su propietario le ha dado apenas cuatro caladas: ha hecho línea y ha salido corriendo para cantarla. Pero se le han adelantado. En cualquier caso, esto no es lo habitual, según explica una clienta de este bingo que dice ser asidua. “Supuestamente no se puede jugar aquí dentro, pero ya ves”, afirma. Y apoya su cigarro en el cenicero: “A veces apagan la televisión pero lo escuchas igual”. La voz, en efecto, continúa: “60, seis-cero…”.
Los empleados aseguran que nunca han tenido problemas. “Jamás nos han dicho nada, pero si quieren buscarte las cosquillas, te las buscan: la habitación no está separada de la sala donde se juega al bingo, por ejemplo”, sintetiza uno de ellos. “A ver si con Eurovegas nos dejan a todos en paz y podemos fumar tranquilos”, desliza.
La asociación Nofumadores.org denunció en 2011 a este bingo por crear “un club privado de fumadores en el interior con la finalidad de evitar fraudulentamente dicha prohibición”. Dos años después el humo sigue filtrándose por las ranuras de la legalidad sin que nadie haya ventilado la situación. El motivo, según aduce la Agencia Antidrogas de la Comunidad, es que la denuncia tiene que ser corroborada por un inspector de Sanidad. “Si acude al local y no hay nadie fumando, no puede demostrar que ese establecimiento incumple la ley”, ejemplifica.
En 2011, este organismo recibió 1.224 denuncias; en 2012 ascendieron a 1.222. Y en lo que llevamos de año, y hasta el 30 de mayo de 2013, se habían contabilizado 571. Pero se desconoce, sin embargo, cuáles de ellas prosperaron. La Agencia Antidrogas no facilita datos sobre cuántas de esas miles de denuncias trascendieron realmente por fumar en lugares expresamente prohibidos, vender tabaco a menores, no disponer de cartelería obligatoria…
Según la última encuesta nacional de salud, que elabora el Ministerio de Sanidad, 320.000 madrileños fuman a diario y casi un millón (970.000) lo hace de vez en cuando. En los últimos dos años, 360.000 fumadores abandonaron el pitillo.
La asesoría Rásel CCF está especializada en la gestión y creación de este tipo de establecimientos. Desde 250 euros —más IVA—, cualquier hostelero puede tener su club privado. “El cliente modelo son los restaurantes. Hubo un boom durante el año 2011. La razón es que constituir una asociación es mucho más barato que crear una sociedad anónima o una sociedad limitada. Al cliente le insistimos mucho en que para estar en el área de fumadores tienes que ser socio y que, obviamente, no se puede lucrar”.
Una de las asociaciones que aparecen en su listado corresponde a otra sala de juegos de Madrid. Aunque, en este caso, no hace falta teclear ninguna clave para entrar en el fumadero. Basta con empujar la puerta. Y sentarse en alguna de las 25 sillas, de color verde tapete, que hay en la habitación que tiene unos 20 metros cuadrados. Aparte de la televisión, hay cuatro mesas y 12 ceniceros. Lo que más abundan son las colillas de puros. Algunos están por la mitad. En la puerta, se especifica, no obstante, que dentro no se puede jugar. En el cartel, escrito a mano, hay una frase tachada que aún puede leerse. Dice: “Se prohíbe jugar dentro. No se pagan los premios”.
“No, no, de ninguna manera, con el cartón no puedes entrar”, zanja una trabajadora de este local. Sobre la ausencia de algún tipo de contraseña, explica: “Antes sí que teníamos clave, pero ya no. Si quieres puedes hacer tiempo jugando al bingo online, ¿te lo explico?”. A esta hora, las seis de la tarde, aún no se ha formado grupo para la partida de bingo. De modo que los clientes matan el rato tratando de desplumar, en vano, a alguna de las tragaperras que pueblan el local o jugando a ese programa online que recomienda la casa. Los empleados, mientras, dan vueltas por la sala con las manos anudadas atrás. Agosto, parece, es un mal mes para el azar. Y también para la hostelería.
En la otra punta de la ciudad, el Churchill Club permanece medio vacío a pesar de ser uno de los locales privados de fumadores más conocidos de la capital. Con una media de más de un socio al día en su primer año de vida, este establecimiento se ha consolidado como vía de escape a la ley. El nombre rinde homenaje al gran fumador de puros que fue el primer ministro británico Winston Churchill.
El club está situado debajo de un bar de copas. Pero su presidente niega que exista ánimo de lucro. “El cliente que quiere fumarse un puro con una copa tiene que pagar un euro en el local de arriba, que se suma al precio del combinado, y después, si quiere, baja con la bebida por las escaleras porque nosotros no tenemos camareros y por tanto no nos lucramos”, asegura Ángel de Felipe, responsable del establecimiento. Los interesados en ser socios tienen que rellenar un formulario y pagar una cuota anual que suele ser de 150 euros al año. “La ley es durísima porque no permite tener formas acotadas. Pero este es un sitio donde se puede fumar legalmente”.
En el local de Víctor también se fuma. Este empresario aprovechó hace unos años la licencia de su bar para montar dentro una asociación de fumadores que dice que tiene registrada. En cualquier caso, esa dualidad le ha generado infinidad de multas por incompatibilidad, ruido o incumplimiento del horario de cierre.
En este local trabajan cinco personas. La especialidad del camarero son los combinados como los mojitos, que cuestan cuatro euros. “Aquí los precios son populares”, presume Víctor. Según dice, la policía le dio a elegir hace unos días entre tener un club privado o un bar. “El problema es que yo uso este sitio para dar conciertos de artistas callejeros y si me quedo como bar no tendría la licencia correspondiente”, se queja. “No es ánimo de lucro, aquí hacemos muchas cosas culturales: concursos de grafitis, espectáculos de magia, exposiciones de cuadros y nunca cobramos por entrar”, afirma. En la puerta hay ocho agujeros estratégicamente colocados: “Así puedo ver quién viene. La verdad es que la policía nos tiene fritos cuando este es un local de amigos que simplemente reivindican el derecho a fumar sin molestar a nadie. Tabaco. Nada de drogas, ¿eh?”. Abren a las seis de la mañana. Y permanecen hasta que el cuerpo aguanta. “Normalmente, las doce del mediodía o la una de la tarde”.
Javier, el jubilado sin suerte del primer bingo, se irá a casa mucho antes. La sala cierra a las tres de la madrugada. Cuando regresa, su cigarro es un bloque de ceniza: “A ver si saco un pellizco y le compro algo a mi mujer, que fue su cumpleaños y me olvidé”.
Fuente: Elpais.com (18/8/13)
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