Que «en Berlín no se puede vivir sin bicicleta», en boca de Martin y Susi, es una de esas verdades que suenan incontrovertibles hasta que uno consulta los datos históricos. Sí que se puede, pero cada vez menos. Su uso se quintuplicó entre 1975 y 2001. Desde 2008, se ha duplicado. Un paseo breve por el soleado Berlín de finales de agosto confirmará su pujanza en el país de gigantes del automóvil como la semipública Volkswagen, tercer fabricante mundial, o la bávara BMW y la suaba Daimler. Martin, que el miércoles se interesaba por una bicicleta nueva de acero en una céntrica tienda berlinesa, considera su coche «solo un objeto práctico». Admite que «todavía muchos alemanes mantienen un vínculo personal» con su automóvil y, según describe sonriendo, «lo lavan semanalmente y lo miman como a un hijo». Pero aunque ellos son un matrimonio con hijos, el Volkswagen de Susi y Martin «se queda aparcado en la calle y cubierto de polvo» hasta que hace falta.
Las llamadas de atención a los fabricantes se han multiplicado en los últimos años. Un estudio de una universidad privada alerta de que «para más de un tercio» de los alemanes menores de 25 años, «el coche es un medio de transporte más». No están dispuestos a sacrificar sus viajes ni a reducir otros gastos para costearse un vehículo. Solo el 4% de los jóvenes consultados en 2010 prefería tener coche propio que irse de casa de sus padres. El 18% invertiría sus ahorros en un automóvil. Mala señal para una industria especializada en coches de gamas media y alta. Solo alrededor del 7% de los compradores de coches nuevos en Alemania tiene menos de 29 años. Hace poco más de diez años, representaban casi el 15% del total. La perla de la industria alemana crece gracias a las exportaciones, en alza desde hace años.
Para el sociólogo berlinés Andreas Knie, «estamos ante un proceso imparable» que no se limita a las grandes ciudades o a sus barrios acomodados como Prenzlauer Berg, donde según el Senado (Gobierno regional) las bicicletas suponen el 40% del tráfico. La relación de los alemanes con sus automóviles «lleva casi 20 años enfriándose». Es generacional: las calles están saturadas de coches y quien quiera tiene acceso a uno. Su valor como símbolo de estatus o como logro personal tiende, así, al cero. Dice Knie que «hay demasiados coches, por todas partes: ya son como el agua del grifo». Pero mantenerlos es «cada vez más caro y problemático», un engorro. Tener coche propio se está convirtiendo en «una antigualla». No porque los jóvenes renuncien al individualismo que simbolizó en las décadas del milagro alemán de la posguerra; «al contrario, es porque el coche ya no encarna eso». Los alemanes «siguen siendo cada vez más individualistas, pero tienen otros distintivos, la ropa o los artilugios electrónicos portátiles».
Como el teléfono móvil estadounidense que saca Paola, de 33 años, cuando necesita un coche. Si le sorprende una tormenta, cosa nada rara en el agosto berlinés, cuando nieva en invierno o cuando su hijo recién nacido le obliga a transportar bultos de peso, esta productora de televisión abre un programa en la pantalla táctil de su móvil para ver dónde hay aparcados coches de alquiler. Dice que la distancia «casi nunca supera unos minutos a pie». El coche se abre a través del programa de su móvil, que también gestiona los pagos, de entre 29 y 34 céntimos por minuto. Lo deja aparcado en el lugar de destino. Un taxi, dice, «costaría cuatro veces más». Este sistema de alquiler por periodos cortos, conocido como car sharing, se extiende por Alemania con gran éxito, redondeando el auge de la bicicleta.
Es un vehículo simpático, con el punto heroico que le confieren las gestas del Tour de Francia o el Giro italiano. Así que la canciller Angela Merkel arranca sonrisas si dice que «Alemania es una nación ciclista». Cuando toca legislar es otra cosa. En otra demostración de que la potencia alemana no se mide solo en la cilindrada absurda de los Porsche o los Mercedes que fabrican sus empresas, Merkel bloqueó en junio el acuerdo europeo para rebajar el límite de dióxido de carbono que pueden emitir los coches. En Alemania, la simple sugerencia de imponer límites de velocidad en las autopistas hace que la industria y millones de alemanes pongan el grito en el cielo. Ni a los democristianos de Merkel (CDU) ni a la oposición socialdemócrata se les ocurre proponerlo en la campaña de las elecciones de septiembre.
Pero según publica el Club Alemán de la Bicicleta (ADFC), en un informe patrocinado por el Ministerio de Transporte, el 24% de los alemanes mayores de 14 años dice usar la bicicleta «a diario»; el 29%, al menos una vez a la semana, y el 16%, un mínimo de una vez al mes. Con una población algo superior a los 80,5 millones de personas, en toda Alemania ruedan más de 73 millones de bicicletas. Se venden unos cuatro millones al año por unos 450 euros de precio medio.
Esta marcha triunfal también encierra sus riesgos y sus conflictos. En el tráfico urbano, el ciclista es más veloz y ágil y se mueve entre el peatón y el automovilista por una zona de sombra legal, lo cual le permite saltarse las normas y reclamar el estatus que más le convenga. El automovilista alemán respeta las señales y los semáforos y espera lo mismo del pedalista, que a menudo se ve tratado con animadversión. El 90% de los ciclistas adultos tiene carné de conducir, pero el mero cambio de vehículo puede afectar como el jarabe del Dr. Jekyll: al volante de un automóvil, no pocos apasionados de la bici maldicen la profusión de ciclistas que toman la ciudad cada día.
Fuente: Elpais.com (29/8/13)
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