La evolución del servicio del taxi en las ciudades y su regulación plantea algunas interesantes lecciones de economía, que surgen cada vez que se plantea la discusión y que, de hecho, se han ejemplificado de manera muy clara en el último episodio entre Uber y el alcalde de Nueva York, Bill de Blasio.
¿Por qué se reguló el servicio de taxi en la inmensa mayoría de las ciudades? Porque las escasas barreras de entrada a esa actividad cuando o estaba regulada planteaba un clarísimo caso de tragedia de los comunes: los actores individuales, actuando de forma independiente y racional, y buscando el interés de cada uno de ellos, se comportan de forma contraria al interés común y terminan por destruir un recurso compartido limitado, aunque a ninguno de ellos le interese que esa destrucción tenga lugar. El ejemplo de Nueva York durante la crisis de 1929 es citado habitualmente como prueba de esa tragedia de los comunes: el sistema de licencias y precios intervenidos fue instituido en la década de los ’30 cuando, en plena crisis, más de treinta mil taxistas se lanzaron a las calles de la ciudad dispuestos a transportar pasajeros al precio que fuera, terminando por dar lugar a una ciudad completamente atascada en la que, además, nadie ganaba dinero.
El caso de la desreglamentación del transporte en Lima en julio de 1991 durante el gobierno de Alberto Fujimori se suele citar también como ejemplo de las consecuencias de una actividad desordenada: se llega a hablar de un exceso de más de cien mil taxis en la capital peruana, responsables principales de la elevada congestión de su tráfico, en un mercado sin taxímetros en el que las tarifas son negociadas para cada trayecto, y en el que existe un cierto peligro tanto de ser timado como de ser atracado.
Por otro lado, se habla del efecto trinquete de la regulación, como mecanismo que restringe la adaptación: desde el final de la depresión de 1929 hasta el año 1996, el número de licencias de taxi en Nueva York permaneció constante en el mágico número 11.787 a pesar del enorme crecimiento de la ciudad, lo que llevó a que esas licencias llegasen a tener un precio por encima del millón de dólares. El poder de las empresas de taxis en las ciudades, como Nueva York, en las que estas dominan el panorama del transporte, o la amenaza de colapsar la ciudad por parte de los taxistas individuales en las ciudades en las que predomina un sistema basado en conductores autónomos lleva a que cualquier incremento del número de licencias sea objeto de contestación inmediata. En el caso de muchas ciudades norteamericanas, de hecho, las empresas de taxis financiaban una parte importante de las campañas electorales de los alcaldes con el fin de mantener congelado el número de licencias.
¿Que diferencia la situación actual de los episodios que tuvieron lugar en perspectiva histórica? Simplemente, el escenario tecnológico. Al convertir la actividad en un modelo de plataforma, no hablamos de una total desregulación, sino de un sistema en el que un particular, para ejercer la actividad, tiene que formar parte de la misma para obtener viajeros. Cuando los usuarios recurren a una plataforma para la demanda de servicios de transporte, la tragedia de los comunes se mitiga debido al interés de esas plataformas por mantener un número de vehículos adecuado, suficiente para cubrir la demanda adecuadamente, pero no tanto como para que provoque la congestión de la ciudad. Obviamente, no es un sistema perfecto y es posible que deba ser objeto de estudio, pero elimina dos de los factores que históricamente contribuían a la citada tragedia de los comunes: por un lado, introduce la figura del gestor de plataforma como actor interesado en la sostenibilidad del sistema. Por otro, regula la actividad de manera que los precios no oscilan libremente pero lo hacen con más flexibilidad que con un sistema de precios intervenidos, y las reglas protegen razonablemente al usuario al dotarlo de sistemas ágiles de atención al cliente y de evaluación del servicio recibido. Incluso el muy criticado surge pricing tiene una clara razón de ser desde el punto de vista estrictamente económico: la de atraer más conductores dispuestos a prestar servicio y a beneficiarse de esas tarifas superiores cuando existen picos en la demanda.
Vivimos un momento de considerable cambio: la evolución tecnológica no solo está consiguiendo probar que el sistema de licencias y precios intervenidos es inferior a la hora de plantear la mejor opción para el transporte en las ciudades, sino que empezamos incluso a acercarnos al escenario – que algunos calculan en menos de cinco años – en que ese transporte dejará de ser llevado a cabo por conductores humanos, pasando a desarrollarse mayoritariamente mediante vehículos de conducción autónoma. Sentarse simplemente sobre la legislación actual, negando todo cambio y planteando que “la ley es la ley y no se puede cambiar” es algo que tiene claramente fecha de caducidad, y que claramente no responde al interés común.
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